sábado, 19 de noviembre de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 15ª Entrega




NOTA DEL AUTOR:

Las entregas 1 a 14 de este relato de ficción han sido publicadas en el blog EN LA CARRETERA Classic, del mismo autor del presente blog. En ellas, se narra la odisea de dos hermanos que tratan de huir de Madrid en una motocicleta robada durante los primeros días de la guerra civil española. Su objetivo es llegar a Valencia para ponerse a salvo de toda persecución política, y después de varias vicisitudes y peripecias en la capital de España, finalmente consiguen iniciar su viaje hacia la ciudad levantina a través de la carretera que unía (y une) ambas ciudades, entonces denominada como carretera radial de primer orden de Madrid a Castellón por Valencia. Como el objeto de este blog es precisamente esa carretera, independientemente de las diversas denominaciones que ha recibido a lo largo de su historia, las siguientes entregas del relato hasta el final del mismo (aunque está inacabado y no es seguro ahora que vaya a dejar de estarlo) serán publicadas aquí semanalmente, manteniendo en todo momento para su lectura un enlace permanente y actualizado con la totalidad del relato ya publicado en las diferentes entregas anteriores, igualmente disponibles en el blog EN LA CARRETERA Classic.





Un relato de Route 1963



Debían de ser las cinco y media o las seis de la mañana cuando realmente comenzó nuestro viaje. En honor a la verdad hay que decir que en aquellos años viajar en moto, con independencia de las circunstancias sociales adversas, era una temeridad que muy pocos estaban dispuestos a llevar a cabo. Ya sólo el hecho de ir en mangas de camisa, con unas gorras de pana en la cabeza y calzados con endebles alpargatas de esparto suponía un verdadero desafío a las más elementales normas de seguridad. Los cascos protectores únicamente los llevaban los soldados en los frentes de batalla, nunca los motoristas civiles, y el contar con la mínima protección de unas gafas de plástico engarzadas en una cinta elástica, como era el caso de mi hermano, ya podía considerarse todo un lujo para la época. Y luego estaban las infames carreteras españolas, proyectadas en el siglo XIX para el tránsito de carros y diligencias, no para los vehículos a motor, de tal suerte que su diseño resultaba con frecuencia más impracticable que peligroso, con curvas imposibles de trazar, rampas y pendientes vertiginosas, profundas roderas y baches en los que podía hundirse un automóvil hasta los ejes y pasos tan estrechos que dificultaban el cruce de dos vehículos al tiempo. Vivíamos en el año 1936, pero nada nos hubiera impedido pensar que lo hacíamos un siglo antes. España era un país pobre y atrasado, probablemente tanto como lo había sido ya en tiempos de Don Quijote, y buena parte de sus carreteras no habían recibido la más mínima atención desde que fueron construidas. Y desde luego no existían otras señales de tráfico ni elementos de orientación que no fueran los escasos hitos kilométricos y los carteles indicadores de las localidades, porque todas las carreteras atravesaban uno por uno cuantos pueblos iban encontrando en su trayecto, lo que hacía peligrosos e interminables los viajes. Como ya he dicho antes, se sabía cuándo se salía, no cuándo se llegaba.


Nosotros no sabíamos cuándo podríamos llegar a Valencia. Tampoco había que descartar que tuviésemos que hacer noche por el camino, pero por lo menos al volver la cabeza y descubrir que la mole grisácea de los edificios de Madrid se iba quedando atrás para siempre empecé a sentirme mejor. Vimos banderas rojas con la hoz y el martillo colgadas en muchos balcones del pueblo de Vallecas y carteles de colores y arengas pintadas sobre las fachadas de las casas en los que se animaba a la resistencia y a la lucha contra el fascismo. El pueblo debía derrotar a los militares fascistas sublevados si quería conservar su dignidad, esta era la idea esencial que transmitían los carteles y las pintadas de las paredes. Nos cruzamos con algunos vehículos requisados que circulaban con los faros encendidos por las angostas calles de adoquines, y mi hermano les saludaba levantando el puño izquierdo siempre que podía, y ellos nos devolvían el saludo haciendo sonar sus bocinas.


Esto es un nido de víboras, tenemos que salir de aquí cuanto antes —me dijo con aparente tranquilidad mientras abría suavemente el acelerador de la Brough Superior.

Nosotros no somos fascistas —se me ocurrió responderle de pronto, no sé por qué—, tú no eres fascista, yo no soy fascista.

Nosotros no somos nada —me replicó volviendo la cabeza con un asomo de enfado—, pero a todos los efectos para ellos somos peores que si fuéramos fascistas. Incluso los verdaderos fascistas estarían encantados de echarnos el guante.

De repente desaparecieron las casas y la calle por la que circulábamos desembocó en campo abierto, y la estrecha calzada de adoquines irregulares se convirtió en una carretera despejada que se perdía en el horizonte: era la carretera de Valencia.

Adiós, Madrid. Que los dioses te sean propicios —dije con un nudo en la garganta.




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