domingo, 11 de diciembre de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 18ª Entrega




Un relato de Route 1963



En las carteras de la moto tampoco estaba la pistola, y si estaba, aquel hombre no la vio o no quiso verla, porque apenas si les echó un vistazo apresurado, le devolvió la documentación a mi hermano y dijo sin mirarnos:

Pueden marcharse. ¡Vamos, circulen!

Nos subimos en la inglesita y arrancamos. A mí se me escapó un profundo suspiro de alivio. Mi hermano volvió la cabeza para explicarme:

La policía secreta no se mete con los anarquistas. Órdenes del Gobierno. Y no vamos a ser tan ingenuos como para creer que ese tipo no se ha dado cuenta de que todos nuestros papeles eran falsos. Naturalmente ha hecho la vista gorda.

Ahora comprendo, pero... ¿qué ha sido de la pistola? No me digas que la dejaste en la Dehesa de la Villa.

La curiosidad mató al gato —respondió Juan, y me pareció que sonreía—. No te preocupes, la pistola y las municiones vienen con nosotros, en un lugar seguro. Lo único que dejé en el bosque fueron los listados malditos: los quemé mientras dormías.

Bueno, tú sabrás. No quiero ser indiscreto.

Más te vale. Por cierto, que sepas que en cuanto veamos una estación de servicio tendremos que llenar el bidón, vete haciéndote a la idea.

Ya me hago —le dije, y sólo de pensarlo me empezaron a doler los riñones—, pero recuerda que me prometiste que nos turnaríamos y me dejarías conducir.

Conducir, conducir... —silabeó mi hermano—, pero habrá que encontrar el momento, y no creo que estén ahora las cosas como para perder el tiempo enseñándote a conducir y que por menos de nada tengamos una desgracia. Casi prefiero llevar yo la mochila todo el tiempo antes que correr ese riesgo.

En eso tenía razón, aunque yo no estuviese dispuesto a reconocerlo. Jamás en mi vida había llevado un vehículo de motor y no parecía que este accidentado 1 de agosto de 1936 fuese el día más propicio para que nadie pudiese aprender nada, y mucho menos a conducir aquella máquina infernal que se mantenía en pie sobre sus dos ruedas sólo por un milagro inescrutable que debía de basarse en algo más misterioso que las meras leyes físicas del equilibrio. Pero por lo menos bastante había salido ganando yo si mi hermano se declaraba dispuesto a cargar sobre sus hombros la pesada mochila, aunque, como tendría ocasión de comprobar más adelante, esto iba a acarrearme más inconvenientes e incomodidades que ventajas, de modo que al final no pude por menos que arrepentirme de aceptar ese relevo y tuve que volver a mi tarea de sacrificado porteador.


Nos dieron las siete de la mañana en la lenta travesía de Arganda. La carretera se internaba en sus calles, a veces adoquinadas, a veces polvorientas, y una interminable fila de vehículos de todo tipo cruzaba el pueblo muy despacio envenenando el aire con los gases pestilentes de sus escapes. Las aceras y la calzada estaban llenas de gentes que iban y venían, que subían o bajaban de autobuses desvencijados, de mujeres y niños que caminaban perdidos de un lado a otro buscando no se sabía muy bien el qué, o a quién, de soldados que patrullaban con los fusiles al hombro y de obreros con gorrilla que marchaban a sus trabajos. Una insoportable algarabía de gritos, de portazos, de bocinas, de frenazos y de chirridos de neumáticos flotaba en el ambiente como una música desafinada y maldita. Había enormes carteles revolucionarios pegados en las fachadas de las casas que incitaban a la lucha, al sacrificio y al heroísmo. En una bocacalle vimos viejos automóviles calcinados sobre un lecho de escombros y a una multitud de milicianos anarquistas que se congregaban puño en alto y cantaban himnos libertarios junto a un herrumbroso poste de combustible de una gasolinera. No debió parecerle pertinente a mi hermano que nos detuviésemos a repostar en ella, de modo que levantamos también nuestros puños al pasar y ellos nos jalearon. Los frentes de batalla se encontraban aún lejos, en la Alcarria, hacia el norte de la provincia de Cuenca en su límite con la de Guadalajara, y en la sierra de Madrid en su límite con la de Segovia, pero la efervescencia de la guerra había contagiado por igual a los que ya luchaban en las trincheras y a los habitantes de la retaguardia, y todo aquel que portaba un arma no deseaba otra cosa que marchar cuanto antes al encuentro del enemigo, porque sólo el pueblo podría derrotar al fascismo para salvar la República.

Cuando por fin salimos otra vez a carretera abierta el sol estaba ya muy alto y nos quemaba en la cara y en los brazos.




No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.