domingo, 18 de diciembre de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 19ª Entrega




Un relato de Route 1963



Tan pronto como salimos otra vez a terreno despejado Juan me avisó para que me sujetara bien, porque iba a hacer correr de verdad a la Brough Superior, la máquina más veloz de la época, y apenas si había tenido tiempo de comprender su oportuna advertencia cuando sentí un violento tirón en los riñones y la moto empezó a rodar a una velocidad endiablada sobre una calzada irregular que ahora estaba pavimentada con una fina capa de asfalto rugoso y medio deshecho en algunas curvas en las que entrábamos derrapando con las dos ruedas y a punto siempre de salirnos a la cuneta, o al menos eso era lo que yo me temía que pudiera suceder en cualquier momento. Y como si quisiera de repente recuperar todo el tiempo perdido, mi hermano no cesó en su frenética carrera durante un buen puñado de kilómetros que a mí se me hicieron insufribles mientras íbamos dejando atrás vertiginosamente un paisaje polvoriento de lomas desmochadas, olivares y campos de labor camino del valle del Tajuña. En muchas de esas lomas la mano del hombre había ido excavando con el curso de los años profundas y negras cuevas que se internaban en las entrañas de la tierra y que servían de hogar a familias menesterosas tiznadas por la mugre de la miseria. Vimos niños harapientos y recién levantados asomados a la boca de sus cuevas con la mirada perdida en una triste lejanía y ancianos que encendían fogatas en los desmontes para calentar la primera —y tal vez la única— comida que harían en todo el día. Mujeres medio desnudas sacaban del interior de las oscuras covachas colchones de borra destripados para orearlos al sol. Algunos hombres en camiseta se encorvaban sobre el suelo y recogían basura que iban depositando en unos enormes serones de esparto. Había enseres viejos, trapos sucios, botes oxidados, botellas rotas y restos de neumáticos deshechos por todas partes. La brisa de la mañana traía hasta nosotros un olor nauseabundo a putrefacción, enfermedad y muerte. Los desheredados que habitaban en estos muladares, víctimas de una miseria secular e irredenta, probablemente ni tenían noticias de que había estallado la guerra en España. Nadie se había acercado hasta ellos para comunicárselo y tampoco debía de interesarles demasiado. Eran como seres alucinados que viviesen en otro mundo.


Varias veces estuve a punto de perder la ligera gorra de pana que me cubría la cabeza cuando el aire provocado por la velocidad de la moto pugnaba por arrancármela con el mismo tesón obstinado con el que yo trataba de impedirlo sujetándola con una mano o encajándomela en el cráneo hasta casi taparme los ojos. Sin embargo, con los ojos tapados por la corta visera de la gorra, que debía darnos tanto a mi hermano como a mí más aspecto de marinos que de motoristas, me sentía ciego, perdido e indefenso, pensando que no podría ver ni reaccionar a tiempo ante cualquier peligro eventual que se nos presentara, de modo que solía echármela hacia atrás ciñéndola a las orejas y a la nuca y así, con la barbilla levantada en un gesto altivo seguía mirando a la carretera por encima del hombro de Juan en contra de sus consejos, pues él ya me había advertido de lo dañino de mi proceder, porque aparte del molesto lagrimeo provocado por el aire al chocar contra mis ojos desprotegidos, me estaba exponiendo también al impacto de un insecto, al polvo que levantaban de la calzada otros vehículos o, aún peor, a sufrir una severa conjuntivitis o la aparición de los temidos orzuelos, esos granos dolorosos que afloraban en los párpados como consecuencia del frío o de la suciedad. Esto habría podido evitarse de no haber sido yo tan inquieto y curioso o bien si hubiera dispuesto a su debido tiempo de unas gafas protectoras de motorista como las que llevaba Juan, o en su defecto de unas gafas de sol, pero tales accesorios eran infrecuentes y difíciles de conseguir en la época, y por otra parte yo tampoco podía contener la inquietud y la curiosidad que me impelían a llevar asomada la cabeza todo el tiempo por encima del hombro de mi hermano para no perderme detalle alguno del viaje. Y si bien es verdad que el lagrimeo y escozor en los ojos me causaba bastante desazón, sobre todo cuando la velocidad era elevada, en realidad no pensaba apenas en la conjuntivitis ni en los temibles orzuelos que podía producirme el aire, sino en el dolor crónico que sentía en los riñones y en las piernas acalambradas por la tensión y la incómoda postura del pasajero sobre el asiento trasero de la moto, estrecho y duro como una piedra. Naturalmente la parte de mi cuerpo que iba saliendo peor parada en estas circunstancias eran mis nalgas y sobre todo la región perineal, sometida a un violento golpeteo al que contribuía de manera decisiva la propia suspensión de la Brough Superior, corta de recorrido y áspera de reacciones, junto con los rocosos y resbaladizos neumáticos de goma reseca que botaban y rebotaban constantemente contra el pavimento irregular de la carretera. Cada rodera, cada grieta y cada bache que se encontraba la moto en su camino era transmitido de inmediato y con precisa fidelidad a mi cuerpo a través de la columna vertebral en forma de seca sacudida que parecía que podría llegar a descoyuntarme. Y estábamos apenas comenzando nuestro viaje. Sólo de imaginar cuál sería mi estado físico después de recorrer los 370 kilómetros que separaban Madrid de Valencia en aquellos años me producía una profunda aflicción para la que no encontraba ningún consuelo. Pensaba que llegaría ciego, sordo y lleno de huesos rotos, o aún peor, inválido o paralítico. ¿Merecía la pena salvar la vida a costa de tanto sufrimiento?

Ahora comprendía porqué nadie, o casi nadie, sólo los chalados ociosos de espíritu aventurero, se atrevían a viajar en motocicleta por aquellas carreteras malditas de la España agraria y decimonónica. Es verdad que tampoco quienes lo hacían en otros medios de locomoción disfrutaban de algo remotamente parecido al confort, ya fuese en autos particulares, lentos, poco fiables y mal acondicionados, o en autobuses de líneas regulares, aún más lentos, sucios, malolientes, ruidosos e incómodos para el pasaje, con sus asientos de madera cruda a menudo sin forrar y sus ventanillas, con frecuencia rotas o mal ensambladas, por las que se filtraban en el habitáculo todas las inclemencias meteorológicas. En los años treinta poca gente viajaba por placer, y la mayoría lo hacía por estricta necesidad, una necesidad que con el estallido de la guerra y en el curso de su desarrollo obligaría cada vez a más personas, militares o civiles, a desplazarse de un lugar a otro en contra de su voluntad, y para hacerlo se verían forzadas sin remedio a utilizar los vehículos de transporte más heterogéneos y peor preparados que uno se hubiera atrevido jamás a imaginar. Fue por este motivo por el cual en los tres años que duró la contienda las carreteras españolas estuvieron más transitadas de lo que lo habían estado nunca antes en su historia, y más aún de lo que habrían de estarlo hasta tres décadas después, bien entrados los sesenta.

La carretera general que unía Madrid con Valencia fue durante toda la guerra un eje de comunicaciones prioritario para la República, necesitada de los suministros agrícolas e industriales y del envío de contingentes de tropas procedentes de la capital levantina. Ya unos años antes había existido un proyecto para convertirla en autopista, que no llegó a fructificar. Conscientes de su importancia, los militares sublevados trataron varias veces de cortarla para aislar el Madrid sitiado de su única salida al mar, pero hasta el final del conflicto esta ruta permaneció expedita. Por ella fueron evacuados millares de personas, ancianos y niños en su mayoría, e incluso los propios ministros del Gobierno la utilizaron para marchar a Valencia y establecer allí la capital del Estado antes de que volvieran a recorrerla por última vez, consumada la derrota, para llegar hasta los puertos del Mediterráneo desde donde partirían al exilio. De alguna manera, sin saberlo, nosotros también emprendíamos el camino de nuestro particular exilio aquel 1 de agosto de 1936.


Los postes del tendido eléctrico, contiguos a las cunetas, se perdían en la lejanía erguidos como simbólicas cruces en las largas rectas que atravesaban las inmensas llanuras cerealistas de la provincia de Cuenca. Todas las carreteras españolas estaban surcadas por estas delgadas estacas de pino sin pulir rematadas por tres travesaños paralelos que sustentaban los cables de alta tensión. A veces me entretenía contando los postes uno a uno, o siguiendo con la vista el recorrido ondulante de los hilos que parecían subir al cielo y enredarse con las nubes ligeras del verano, pero el pasatiempo era monótono y procuraba distraerme enseguida en la contemplación no menos monótona de los campos de girasoles dorados, plantados en infinitas hileras de una geometría tan precisa que se me antojaba ajena a cualquier intervención humana. Cuadrillas de campesinos tocados con gorras o con sombreros de paja deshilachados se afanaban en las tareas agrícolas estivales sobre la tierra reseca bajo un sol despiadado que les achicharraba la piel negra y curtida por una intemperie inmemorial y hereditaria. Sus abuelos y sus padres se habían dejado media vida trabajando en estas tierras que no eran suyas, ni lo serían nunca, para que ellos, y sus hijos, y sus nietos, generación tras generación, siguieran doblando el espinazo en el campo y muriéndose de hambre mientras miles de familias terratenientes vivían en la opulencia a costa del sudor de los pobres, que sólo podían heredar la miseria de sus antepasados. En las ciudades nuestra miseria de obreros y empleados, tan desheredados al fin como los campesinos, siempre parecía menos alienante y abrumadora que la de éstos, siquiera fuese porque solíamos comer caliente, nos lavábamos a diario y podíamos cambiarnos de ropa con cierta frecuencia, aparte de disfrutar de algunas otras comodidades desconocidas en el medio rural. Pero el principal problema de España era este, que la República, pese a sus promesas y a sus buenos propósitos redentores para con el proletariado, a los cinco años de su proclamación todavía no había conseguido establecer una verdadera justicia social que paliase las graves desigualdades del pasado, y estas desigualdades, aumentadas y enarboladas como una bandera por la efervescencia revolucionaria del momento, habían desatado el enfrentamiento entre quienes pretendían preservar a toda costa el actual estado de las cosas en defensa de sus seculares privilegios y entre quienes aspiraban a cambiarlo porque carecían de privilegio alguno, entre quienes tenían un concepto tradicional de la vida y entre quienes creían que había que desprenderse de los viejos lastres de la historia porque un mundo nuevo y mejor era posible, entre quienes querían sojuzgar y entre quienes no querían ser sojuzgados, entre ricos y pobres, en puridad, porque en realidad era este y no otro, con todos los muchos matices que se deseen, el germen fundamental de la guerra civil española.


Al escuchar el sonido de nuestra moto cuando pasábamos junto a ellos a toda velocidad los campesinos alzaban la cabeza un momento, se secaban la frente sudorosa con el dorso de la mano y nos miraban con una mezcla de curiosidad y de envidia, puede que también de odio, porque alguno nos señalaba con el dedo y gesticulaba a sus compañeros, y entonces hablaban entre ellos, y aunque no pudiéramos oírles imaginábamos lo que decían y lo que pensaban de nosotros, a buen seguro que éramos un par de señoritos fascistas, terratenientes o patronos burgueses disfrazados, tanto daba, que huían precipitadamente de la justicia popular que ya nos había sentenciado como culpables de mil y un desmanes contra los pobres, y sin duda estaban incluso convencidos de que no podríamos llegar muy lejos por aquella carretera general que se adentraba en el corazón de la Castilla frentepopulista y revolucionaria, Castilla la Nueva, como se la denominaba entonces. Habíamos entrado en la provincia de Cuenca y unos cuantos kilómetros después mi hermano aflojó la marcha, levantó el brazo izquierdo y señaló con el dedo índice extendido unos edificios todavía borrosos que se elevaban sobre una llanura lejana.

Tarancón —dijo—. Allí habrá gasolina. ¿Tienes hambre?

—respondí a secas, porque quise decir algo más, no recuerdo qué, pero mi hermano abrió de nuevo con ganas el acelerador de la Brough Superior y la violenta sacudida que recibí en los riñones me dejó sin habla.

Pasaban unos minutos de las ocho de la mañana.




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