sábado, 11 de febrero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 26ª Entrega




Un relato de Route 1963



El hombre pisó el freno y el camión se detuvo con notable estrépito de chapas y resoplidos del motor. Abrimos las portezuelas y saltamos de la cabina. Cuando llegamos a la trasera de la caja mi hermano todavía seguía montado en la inglesita apoyándose con los dos pies en el suelo. Tenía un aspecto en verdad lamentable, como el de los mineros de las galerías de carbón o el de los fogoneros de las locomotoras, pues todo su cuerpo estaba tiznado de carbonilla y de polvo, que al adherirse al sudor de la piel había formado una pasta aceitosa y brillante como el petróleo. Nada más vernos se bajó de la moto y se encaró con el chófer:

¿Cuánto hace que no le miras el carburador a este puñetero carromato?

El hombre se quedó desconcertado.

Pues... bueno, el camión no es mío, y entonces...

Ya supongo que no es tuyo, pero tú lo conduces y te ganas la vida con él, ¿no es cierto? —le recriminó Juan—. No sé si sabes que con los humos que vas soltando por el tubo de escape podrías gasear a todo un regimiento de fascistas. Y yo, que no soy un fascista, voy aquí detrás, enganchado a esta maldita soga y respirando veneno. He tocado la bocina de la moto varias veces para que te parases, y tú, como si nada. ¿Es que quieres matarme?

Lo siento de veras, compañero —se disculpó el chófer—, pero es que no hemos escuchado la bocina, tu camarada te lo puede decir, ¿verdad?

Asentí. En aquella cabina inmunda, con las vibraciones y el ruido del motor atronándonos los oídos, no era posible escuchar ningún sonido procedente del exterior.

Está bien —se rindió mi hermano—, lo creo. ¿Alguien puede darme agua? Me estoy muriendo de sed.

Cuando el camionero fue a buscar el botijo Juan se me quedó mirando fijamente. Su mirada fría hizo que me echase a temblar.

Tengo malas noticias para ti, hermanito —dijo señalando la Brough Superior.

Supongo que me vas a decir que ahora me toca a mí subirme en la moto, ¿no?

En efecto, y por varios motivos.

Os traigo el agua, compañeros —nos interrumpió el chófer viniendo con aquel botijo infecto que tanta repugnancia me producía—, pero también puedo daros vino, si lo preferís.

Probamos un sorbo de agua cada uno. Sólo uno, y ya tuvimos bastante. Me entraron ganas de vomitar. Estaba caliente y sabía a sapos muertos. La escupimos enseguida.

Échamela por la cabeza, anda. Para asearme un poco servirá —me pidió Juan.

Vertí todo el agua del botijo sobre el cuerpo de mi hermano, y mientras le iba resbalando por la piel sucia de carbonilla él se frotaba los brazos y la cara, de los que se iban desprendiendo unos negros churretes de consistencia aceitosa y maloliente que tiznaron sus ropas, ya de antemano lo bastante mugrientas —al igual que las mías— como para parecer que no nos hubiésemos mudado en un mes. Pero con todo y con eso, y a pesar de las muchas calamidades que llevábamos padecidas desde que salimos de Madrid, y aún antes, por primera vez nuestra situación se me antojaba mejor que nuestro aspecto físico, porque yo quería creer que en cuanto llegásemos a la carretera de Alicante encontraríamos pronto algún pueblo en donde conseguir gasolina, poder lavarnos y descansar un rato, tal y como me había prometido Juan. Sin embargo el destino todavía nos tenía reservadas, sobre todo a mí, nuevas y desagradables experiencias, y la primera de ellas habría de presentarse enseguida, tan pronto como mi hermano me obligó a subirme en la Brough Superior, no sin darme cuenta antes de los motivos que le habían llevado a tomar esta decisión.

Tú querías conducir la moto, y al final ha llegado tu oportunidad —me dijo—. Ya sé que no es lo mismo llevarla con el motor en marcha que remolcada, pero esta será tu primera prueba de fuego con ella, para que te vayas familiarizando.

Me caeré, estoy seguro de que me caeré —protesté en vano—. Esto es demasiado peligroso para un aprendiz como yo.

No te caerás, tonto —me animó Juan con una sonrisa algo cínica—. Sólo es cuestión de mantener el equilibrio. Tú sabes montar en bicicleta, ¿no? Pues esto es casi parecido. Venga, súbete.

Por favor, Juan, no me hagas esta faena —le supliqué—. Me da pánico subirme en este trasto con esa soga, y el camión tirando, y el humo, y el polvo, y...

A mí tampoco me agrada en absoluto, por eso quiero que te subas, para que nos turnemos. Necesito descansar un rato.

Sí, pero...

No hay peros. Los dos vamos en el mismo barco y los dos tenemos que poner de nuestra parte para poder salir con bien de esta. Si es duro y peligroso para ti, también lo es para mí, y no es justo que lo sufra yo solo. Móntate en la moto.

Me monté temblando. Era la primera vez que me ponía a los mandos de una motocicleta y la sensación me desconcertaba sobremanera. Aquel cacharro me parecía simplemente imposible de conducir. Llegaba bien con los dos pies al suelo y con las manos al manillar, pero estaba convencido de que en cuanto aquella máquina empezase a rodar arrastrada por el camión no podría controlarla y me iría al suelo. O en cuanto cogiésemos el primer bache de esa carretera de tierra que estaba llena de ellos. Por mucho que se empeñase mi hermano, la inglesita, pesada y voluminosa, no era una bicicleta.

Toma, ponte esto —me dijo entregándome sus gafas de motorista y un pañuelo blanco con el que me cubrí la nariz y la boca a modo de embozo—. La cosa es bien sencilla: agarra fuerte el manillar y cuando veas que la moto coge un poco de velocidad levantas los pies del suelo y los colocas en los estribos. La dirección tiene que ir siempre recta, salvo en las curvas, que tendrás que moverla con suavidad para acompañar el giro, y la soga bien tensa, pues es la que tira de ti. No se te ocurra poner los pies en el suelo en marcha o te partirás una pierna. Esta es la palanca del freno delantero. Tendrás que apretarla con cuidado y a intervalos cuando vayamos cuesta abajo, porque la moto tenderá a embalarse con la inercia y podrías empotrarte contra la trasera del camión, ¿me has entendido?

Te he entendido —respondí con voz opaca desde dentro de mi embozo, que me hacía parecer uno de esos beréberes que cruzaban los desiertos africanos en camello—, pero esas precauciones servirán sólo si no me caigo antes.

No vas a caerte, ni antes ni después. Será por poco tiempo y yo voy a estar pendiente de ti. ¿Estás preparado?

Qué remedio —dije resignado a mi suerte.




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