viernes, 17 de marzo de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 31ª Entrega




Un relato de Route 1963



Dudé durante unos segundos, aunque en realidad daba lo mismo enterarse antes de una cosa que de otra, puesto que a fin de cuentas iba a ser informado de ambas, por muy halagüeñas o terribles que fuesen.

Empieza por la mala noticia —respondí—. Los malos tragos que pasen cuanto antes.

He hablado con Madrid, con la pensión —prosiguió Juan con cara de circunstancias—, y resulta que a la señora Engracia, nuestra patrona, se la llevaron los milicianos anoche, de madrugada, horas después de marcharnos nosotros. Me lo ha dicho llorando una de las pocas chicas de servicio que todavía están allí.

La señora Engracia no se metía en política —razoné—, pero en todo caso simpatizaba con el Frente Popular, ¿no? ¿Por qué se la han llevado?

No lo sé, Mariano, seguramente se han vengado de nosotros con ella, pensando que nos ocultaba o que nos protegía, una represalia rastrera y vil, estas cosas suceden, y lo más probable es que la hayan matado.

¡Pobre mujer! —me compadecí—. Ella no tenía la culpa de nada, ni siquiera estaba al tanto de nuestros planes.

Lo sé —reconoció Juan un tanto compungido—, pero esto es lo que hay. Ya no podrá servirse del dinero que escondimos bajo la baldosa de la habitación. Para eso la llamaba, y mira de lo que me he enterado.

No hay que perder la esperanza —dije con escasa convicción—. La soltarán, y cuando la República gane la guerra volveremos a Madrid y nos encontraremos con ella, ya lo verás.

Mi hermano negó con la cabeza.

Gane quien gane esta maldita guerra nosotros nunca podremos regresar a Madrid. Difícil será incluso que podamos permanecer en España, escondidos en algún lugar en donde nadie nos conozca. Con unos vencedores o con otros siempre estaremos perseguidos. Nuestro destino es el exilio.

Exageras —le dije—. Es pronto para saber eso. Pero en fin, ¿cuál era la buena noticia que tenías?

También he hablado con Valencia, con mi amiga Amparo Signes, ya sabes —a Juan se le iluminaron los ojos de repente—. Nos espera con los brazos abiertos. Las cosas están tranquilas por allí. ¿No te he enseñado ninguna fotografía suya?

Que yo recuerde, no.

Es una señorita muy guapa, y con clase, ya verás.

Me mostró una fotografía arrugada que llevaba en su cartera. Era un retrato de estudio en el que se veía a una joven sonriente de cabello largo y rizado que le caía por los hombros. Tenía los ojos grandes y curiosos y una expresión pícara asomaba a su rostro. La chica era atractiva, desde luego, y como había asegurado mi hermano, parecía tener clase, quizá demasiada, puesto que ofrecía más un aspecto de señorita bien —burguesa, podríamos decir—, que de proletaria, y esto en los tiempos que corrían en la zona republicana constituía más un inconveniente que una ventaja, por muy apetecible que resultase la dama. La fotografía contenía una dedicatoria manuscrita en la que se leía: Para Juan, de su amiga Amparo, con todo mi afecto. Valencia, 22 de febrero de 1936.


Llevaban meses carteándose, enviándose fotografías y hablando por teléfono, pero aún no se conocían en persona. Esto era lo habitual en este tipo de relaciones por correspondencia, tan populares en la época. Incluso lo más frecuente era que tales relaciones se fueran enfriando con el tiempo y ninguno llegase a conocer al otro. Con una guerra de por medio, naturalmente, las cosas se volvían todavía más complicadas en este sentido. Sin embargo a ellos, a mi hermano y a la señorita valenciana, la guerra parecía que en lugar de alejarles les acercaba cada vez más y para siempre. No en vano, si conseguíamos combustible para la Brough Superior y nada se torcía, ya sólo les separaban tres o cuatro horas de carretera. Sólo, o nada menos, según se mirase, porque en España en aquel incierto verano de 1936 viajar tres o cuatro horas por carretera podía constituir una proeza de una magnitud semejante a la que debía de necesitarse para llegar a la Luna.

Es guapa, sí —tuve que reconocer—, y tiene mucha clase, eso salta a la vista, pero a mí me parece que es demasiada mujer para ti, que sólo eres un pobre mecánico muerto de hambre.

¡Tú sí que eres un muerto de hambre, picapleitos del demonio! —saltó mi hermano visiblemente irritado por mis comentarios clasistas—. ¡Qué sabrás tú de mujeres, si todavía eres un zagal!

Tengo veinte años —protesté—. Ya soy un hombre hecho y derecho y he estado con muchas mujeres, aunque tú me sigas viendo como a un hermano pequeño e inocente y creas que nunca he roto un plato.

Muchas mujeres, muchas mujeres —repitió mi hermano burlándose—. Sé qué tipo de mujeres son esas de las que hablas, porque yo también he estado con ellas. Pero esta no es una mujer cualquiera, esta es una dama, una señora con todas las letras, no hay más que verla. Y yo soy un caballero, o puedo serlo en cuanto me lo proponga, así es que no somos tan diferentes y tan incompatibles ella y yo como tú piensas, hermanito mentecato.

Me eché a reír. Hacía semanas o meses que no me reía, pero esto me hizo reír de buena gana después de tanto tiempo. Mi hermano se comportaba a veces como un quijote iluso, grotesco y vanidoso que ni siquiera movía a lástima o a compasión, sino solamente a risa, tan alejado como se encontraba de la realidad, tan distantes como estaban sus pies del contacto con la tierra que pisábamos. Al igual que al ficticio Don Quijote, a Juan la devoción hacia su dama valenciana le nublaba la razón y le hacía disparatar hasta olvidarse de los verdaderos tiempos en los que vivíamos. Porque fuese o no una auténtica señora y alta dama aquella mujer de la fotografía, lo cierto es que él no era un caballero, ni lo había sido, ni podría serlo nunca mientras no cambiase de oficio y de posición social, y ni aún así, por más que en su enajenación hubiera creído que podía asemejarse a ellos sólo por haber conducido sus automóviles furtivamente y haberlos tratado de pasada cuando trabajaba en el taller. Un proletario tampoco se convertía en caballero de la noche a la mañana, como por arte de magia, sólo por cartearse a distancia con una señorita de buena posición. Es más, lo que resultaba todavía más chocante era que una mujer de clase elevada, una burguesa, tuviera el más mínimo interés en conocer y en relacionarse con un mecánico de coches, con un obrero industrial humilde y pobretón como mi hermano.

¡No te rías, estúpido! —me reprendió—. Ya verás cuando lleguemos a Valencia.

Cuando lleguemos a Valencia, si llegamos —le respondí todavía riéndome—, seguirás siendo el mismo gañán que salió de Madrid huyendo como una rata con documentación falsa y una moto y una pistola robadas. ¿Así es como crees tú que se comportan los caballeros? Si los milicianos se hubieran tomado la molestia de comprobar nuestro verdadero pelaje, en lugar de fiarse de las habladurías de la gente, no habríamos tenido que salir corriendo con lo puesto. Pero en el fondo a ti lo que te pierde es el quiero y no puedo, porque eres un obrero y te gustaría ser un señorito, y lo malo es que de tanto desearlo has acabado por creer que lo eres, y lo que es peor, por hacérselo creer a los demás, para nuestra desgracia.

¡Mira quién fue a hablar, el señorito del pan pringao! —atacó mi hermano haciendo una mueca de desprecio—. ¡Si fui yo el que tuvo que decirte que dejaras de usar sombrero y tirases a la basura toda esa ropa de chupatintas con la que ibas pavoneándote por ahí cuando ya no estaba el horno para bollos, que de milagro no te pegaron un tiro! ¿En qué pensabas? ¿Es que te habías vuelto loco o eras un ignorante, Mariano? A ti también te pierde el lujo y la buena vida, no lo niegues, y si te hubieran dejado elegir tu destino te habría gustado ser otra cosa mejor, no un miserable aprendiz de abogaducho, que eso es lo que eras y a lo más que podrás aspirar en tu triste vida, si la conservas.

Quise decir algo, pero en ese instante sonaron unos golpes rotundos y secos en la puerta de la habitación. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba medio desnudo, tan sólo cubierto con la toalla que llevaba anudada a la cintura, lo que, como de costumbre, me hizo sentir especialmente expuesto y vulnerable, una estupidez irracional por mi parte, porque si a la postre me iban a matar daba lo mismo que me matasen en pelotas o vestido de etiqueta, salvo que, quizá sin saberlo, yo pretendiese llegar hasta el más allá un poco más presentable, cosa de la que no podía estar muy seguro en estos momentos.

¡Silencio! —me susurró Juan llevándose el dedo índice de la mano izquierda a los labios, porque en la derecha ya empuñaba la pistola con esa tensión nerviosa tan propia de quienes están poco acostumbrados a manejar un arma.

Volvieron a aporrearnos la puerta, pero esta vez con tanta violencia que parecía que iban a echarla abajo. Quizá era eso lo que pretendían, si no les abríamos antes. Juan me hizo una seña para que me retirase del ángulo de tiro de la puerta, pensando en buena lógica que tal vez podrían dispararnos. Me metí debajo de una cama paralizado por el terror. Mi hermano hizo lo mismo enseguida y se acurrucó junto a mí como un niño asustado. Por debajo de los faldones de la colcha sólo asomaba el cañón de la pistola Astra. Los golpes cesaron, pero entonces escuchamos una voz enérgica que nos gritaba:

¡Abran a la policía! ¡Sabemos que están ahí, abran a la policía, no se lo vamos a repetir tres veces!

Juan me miró entonces con los ojos inyectados de espanto y montó el arma.




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