jueves, 30 de marzo de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 33ª Entrega




Un relato de Route 1963



Pegados a la fachada de la pensión Juan me fue arrastrando trabajosamente por la acera sin soltar la pistola de la mano. Andaba unos metros y se volvía para mirar hacia el balcón en busca de nuevos enemigos, pero ya no encontró ninguno. El solo se había ocupado de dejar fuera de combate a los tres policías —o a quienes quiera que fuesen— que nos hostigaban. Enseguida volverían más, era de temer. De no haber sido por su determinación y por su sangre fría jamás habríamos salido con vida de allí. Mi pie derecho, hinchado y palpitante como una víscera, no hacía sino recordarme mi nueva condición de cojo, un contratiempo más que añadir a la extensa lista de los que llevábamos acumulados en el viaje. La Brough Superior se hallaba apenas dos manzanas calle arriba, oculta entre unos árboles. Juan, tan previsor como siempre, había tomado la precaución de no estacionarla frente a la pensión, pues su sola presencia habría despertado enseguida la curiosidad de la gente, y no digamos ya la de los milicianos o la de las autoridades, algo que había que evitar a toda costa si queríamos pasar desapercibidos. Y ni aún así lo habíamos conseguido, puesto que la policía nos seguía los pasos. Ser forastero en cualquier pueblo de España en aquel verano de 1936 le hacía a uno irremediablemente sospechoso. Aunque, pensándolo bien, en nuestras circunstancias nosotros habríamos resultado igualmente sospechosos incluso en lo más recóndito de una isla deshabitada. No teníamos escapatoria y sin embargo estábamos obligados a seguir huyendo por lo menos hasta Valencia o, llegado el caso, hasta el mismo fin del mundo.

Mi hermano se subió en la inglesita de un salto y la puso en marcha. Arrancó a la primera. Yo traté de subirme también lo más rápido que pude, pero el dolor del pie me hacía ver las estrellas y abortaba todos mis movimientos. Y había, además, otro inconveniente no menos grave. Juan se impacientó:

¿Subes ya, o qué? ¡Vamos, que es para hoy!

Es que no puedo —protesté—, me estorba la mochila.

Con las prisas de la huida se le había olvidado entregarme la maldita mochila, y era él quien la llevaba a su espalda, ocupando con ella la mayor parte del minúsculo espacio del asiento trasero de la moto. Si conseguía subirme tendría que sentarme sobre el guardabarros, suponiendo que aquella chapa de hierro redondeada pudiera soportar mi peso. Mi hermano no sólo no me dio la más mínima de las facilidades al respecto, sino que además me dijo de muy malos modos que me sentase dónde y cómo pudiera, pero que me sentase ya de una puta vez. No sé cómo, pero logré subirme y apoyé el culo dolorosamente sobre el reborde elevado del extremo del asiento, quedándome así en una posición inestable y desequilibrada, con los pies colgando sin alcanzar los estribos, y cuando sin la menor consideración hacia mí Juan aceleró bruscamente para salir cuanto antes de aquel pueblo, volví a sentir verdaderos deseos de morir, sólo que esta vez también deseé que él muriese conmigo para que pudiera pagar así por su crueldad.

Enseguida se hizo patente que de aquella manera no íbamos a llegar muy lejos. De hecho, apenas si salimos del pueblo y avanzamos doscientos metros botando por una carretera comarcal de tierra. Me clavaba el reborde puntiagudo del asiento en el perineo y mi pie derecho, que probablemente tenía roto el tobillo, se balanceaba en el aire provocándome un dolor insufrible que me hacía gritar como un poseso. Me quedaban pocas fuerzas y pensé que me desmayaba, pero en un arrebato de desesperación todavía fui capaz de agarrar enérgicamente las correas de la mochila y me puse a tirar de ellas con toda mi alma, zarandeando a mi hermano con rabia como si quisiera descabalgarle de la moto, aunque nos cayésemos los dos. Sin duda, inconscientemente, era eso lo que deseaba, con tal de que cesara aquel tormento. Juan se revolvió en su asiento al sentirse hostigado y giró la cabeza para reprenderme.

¿Pero qué haces? ¡Nos vamos a caer! ¿Es que te has vuelto loco?

¡Tú sí que te has vuelto loco, para ya este trasto, mal nacido, que me vas a matar! —le grité completamente fuera de mí.


La moto fue perdiendo velocidad hasta detenerse. Más que bajarme de ella lo que hice fue tirarme, y quedé tendido boca arriba en la cuneta como tendidos quedaban los cuerpos de aquellos que eran asesinados de madrugada en todas las cunetas de España. Mi hermano se acercó y me miró compasivo.

Márchate —le dije sin moverme del suelo—. Yo no puedo seguir. Mis fuerzas se han terminado. Sálvate tú solo.

¡Oh, no, Mariano! —musitó—. ¡No hemos pasado tantas calamidades sólo para rendirnos ahora! ¡Tenemos que seguir el viaje juntos! ¡O nos salvamos los dos o no se salvará ninguno!

Pero si por lo menos se salva uno —le repliqué— el viaje habrá tenido un sentido, ¿no? En cambio, condenados los dos, ¿de qué nos habrá servido toda esta lucha? Sé inteligente, Juan, y márchate. Ya sólo soy un lastre para ti. Tú, en cambio, todavía puedes llegar a Valencia. Allí te espera esa mujer.

Sólo te pido que hagas un último esfuerzo, Mariano. Valencia está cerca. Sé que lo conseguiremos.

Este ha sido ya mi último esfuerzo. Apenas si hemos dormido, nos han perseguido hasta la extenuación, nos han apedreado y disparado sin piedad, nos hemos caído de la moto, hemos tragado polvo y carbonilla sudando bajo un sol infernal, nos hemos arrojado por un balcón huyendo de la policía, llevamos más de veinticuatro horas sin comer, estamos escasos de gasolina y yo me he roto un tobillo. ¿Y todavía me pides más esfuerzo? Me rindo. Tengo veinte años pero no soy un héroe ni quiero serlo. Yo ya he perdido esta guerra.

¡No la has perdido, Mariano, no la has perdido! ¡Todavía estás vivo, joder! ¡No te abandones, tienes que seguir luchando! ¡No me puedes hacer esto, hermanito!

Claro que puedo —le respondí con un aplomo desacostumbrado en mí—. Valencia queda todavía muy lejos. Ni siquiera sabes dónde estamos ni dónde podremos conseguir combustible. Y a saber qué otras desgracias habrán de sucedernos si continuamos. Para mí el viaje termina aquí. Márchate tú solo, ya te lo he dicho.

La mirada de Juan se tornó de repente de compasiva a iracunda. Formaba parte de su carácter. Si no conseguía las cosas por las buenas, las conseguía por las malas. Y a fin de cuentas yo era el hermano menor y él debía protegerme a toda costa. Naturalmente que no me iba a dejar tirado en aquella cuneta de ninguna de las maneras. Yo sabía que antes o después, ya fuese con fuerzas o sin ellas, ya fuese con el tobillo roto o no, ya fuese muerto de hambre o ahíto, me vería obligado a volver a subir en la odiosa Brough Superior camino de Valencia. Aunque mi estado físico era en verdad deplorable y no deseaba seguir, en el fondo lo que estaba haciendo era ensayar una resistencia inútil y pueril, porque lo que me había propuesto era representar una pataleta rabiosa de niño malcriado, y temerariamente iba tensando la cuerda para ver hasta dónde era capaz de llegar él, pero él manejaba siempre unos resortes mucho más poderosos que los míos.

Me marcharé solo, si eso es lo que quieres —me dijo en un tono dolido—. Pero antes de hacerlo tengo una obligación moral contigo. Supongo que imaginas lo que te pasará cuando yo me vaya, ¿verdad?

—le contesté sin dudar—. Me matarán enseguida.

No te matarán enseguida —me corrigió—. Eso es lo malo. Te cogerá la policía, los carabineros, los milicianos o acaso los propios fascistas, llegado el caso. Pero no te matarán enseguida, tú ya me entiendes.

Te entiendo.

Claro que me entiendes, eres un chico listo. Sufrirás mucho y te harán hablar. Hablarás por los codos hasta de tu padre y de tu madre, que eran los míos. Si ahora crees que te duele tanto el tobillo como para no poder seguir, cuando estés en su poder te arrepentirás de no haber tenido rotos los dos tobillos, y los dos brazos, y las dos manos, y aún así no haber aprovechado la oportunidad de continuar el viaje conmigo. Demasiado tarde, entonces. Yo no puedo permitir que sufras, Mariano, compréndelo.

Juan retrocedió unos pasos sin dejar de mirarme. Me pareció que lo hacía otra vez compasivamente, y puede que fuera así, pero cuando vi que se llevaba una mano al bolsillo del pantalón, sacaba la pistola, la montaba con un sonoro chasquido de la corredera y me apuntaba con el cañón, que tenía la forma de un puro habano, me invadió un estupor indescriptible. ¿Sería capaz mi propio hermano de matarme, herido e indefenso como yo estaba, en aquella cuneta? Entonces comprendí que podía cumplirse, una vez más, la lógica de esta guerra fratricida, e incluso parricida, podríamos decir, en donde los padres asesinaban a los hijos, y los hijos asesinaban a los padres, y los propios hermanos se asesinaban entre sí, fuese por divergencias políticas o por otros motivos, tanto daba. También es cierto que en nuestro caso se imponía una lógica todavía más perversa. Mi hermano era sincero conmigo, pero sólo a medias. Puede que tuviese la obligación moral de evitarme el sufrimiento que sin duda habrían de infligirme mis supuestos captores, pero desde luego lo que más le preocupaba de aquí en adelante era su propia seguridad. Tirado en la cuneta a merced del enemigo mi supervivencia era un riesgo que Juan no podía permitirse, y entonces ya no tuve ninguna duda de que me iba a matar enseguida.

Voy a contar despacio hasta diez, Mariano —me avisó sin dejar de apuntarme con el arma—. Sólo hasta diez. Piénsatelo bien. Si antes no te levantas, te dispararé a la cabeza, y que Dios me perdone.




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