jueves, 6 de abril de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 34ª Entrega




Un relato de Route 1963



Independientemente de que mi hermano creyese en Dios o no, y de que éste fuese a perdonarle si me mataba, a mí no me cabía ninguna duda de que quien no iba a perdonarle era yo, suponiendo que los muertos tuviesen la potestad de perdonar a sus verdugos, lo cual ya era demasiado suponer. Pero en realidad lo que buscaba Juan contando despacio hasta diez antes de ejecutar su sentencia era que yo me levantase enseguida y le diese de este modo la oportunidad de perdonarme la vida, porque de lo contrario, si al final me disparaba, le atormentarían para siempre la mala conciencia y los remordimientos inconsolables del asesino que se siente culpable de su crimen, y si no lo hacía sentiría la comezón humillante de la vergüenza y del ridículo, tan propia de los fanfarrones débiles de espíritu a quienes se les va la fuerza por la boca, pero que a la hora de la verdad son incapaces de llevar a cabo sus amenazas. Si un momento antes había estado convencido de que me iba a matar de inmediato, ahora le miré fijamente a los ojos y tuve la certeza que contaría hasta diez, hasta cien, hasta mil o hasta el infinito, pero jamás se atrevería a dispararme, y por eso no me moví de la cuneta.

Si vas a pegarme un tiro —le provoqué— no sé porqué no lo haces ya. No pienso levantarme. ¿Para qué necesitas contar hasta diez? Reconoce que no tienes cojones para matarme.

Qué poco me conoces, Mariano. Eso mismo pensaba yo, que nunca iba a ser capaz de matar a nadie, y mira. Ha sido encontrar esta pistola por un capricho del destino y empezar a sentirme muy fuerte. Los que entienden de estas cosas dicen que lo más difícil es vencer la repugnancia y el pudor de matar por primera vez. Pero cuando ya te has estrenado con uno después pueden venir en fila todos los demás, y no importa quienes sean. Debe de ser una simple cuestión de virilidad y de autoestima: matando te sientes seguro de ti mismo. No juegues con fuego, hermanito: voy a contar del uno al diez y después, sin que me tiemble el pulso, apretaré el gatillo.

Pues ya puedes empezar a contar. Creo que mientras tanto echaré una cabezadita. En tu mano está el que alcance el sueño eterno.

¡Uno! —dijo mi hermano comenzando su fatídica cuenta.

¡Dos! —le respondí tratando de abreviar el trámite.

¡Dos! —repitió ignorándome.

¡Tres! —continué.

¡Tres! —siguió Juan.

Dejé de contar y me estiré en la cuneta como si en verdad pretendiera dormir, pero estaba muy incómodo, y no sólo por los dolores, el hambre, el calor, el cansancio y la incertidumbre acerca del desenlace de la situación, sino también porque se me clavaban en la espalda piedrecitas de grava agudas como alfileres. Me revolví y cambié de postura hasta conseguir una posición más confortable, lo que mi hermano debió de interpretar enseguida como señal inequívoca de que me iba a levantar, lo cual le produjo no poco alivio, pero al ver que persistía en mi actitud y volvía a tumbarme decidió abreviar las pausas y contar más deprisa:

¡Seis..., siete..., ocho..., nueve...!

¡Y diez! —concluí—. ¡Vamos, dispara!

¡Y diez! —coreó él.


Le sostuve la mirada y respiré profundamente. Me dolieron las costillas al hacerlo. Comprendí ahora porqué a los reos les cubrían los ojos con una capucha o una venda antes de subirlos al cadalso o colocarlos frente al paredón de fusilamiento: sus verdugos no eran capaces de ejecutarlos mirándoles a la cara. Aunque tampoco había que fiarse mucho de esto. Sin duda habría verdugos más dispuestos y con menos escrúpulos que otros. Durante un momento ya no estuve seguro de nada y pensé que podía suceder cualquier cosa, incluso que mi hermano cumpliese su amenaza y optase al fin por matarme. Traté de imaginar qué sensación se experimentaría mientras un proyectil de pistola le perforaba el cráneo a uno antes de alojarse en el cerebro o atravesarlo para salir rebotado por el lado opuesto dejando a su paso un orificio limpio, y supuse que debía de ser algo parecido a un zumbido instantáneo, intenso y chirriante, pero indoloro, porque para cuando el dolor quisiera presentarse ya no tendría uno la capacidad sensorial de percibirlo. Pero por lo menos no era esta la peor de las muchas muertes posibles, en comparación con otras que se me estaban ocurriendo, que acontecían con mayor retardo y provocaban considerable sufrimiento en el individuo, como la asfixia en cualquiera de sus formas, el fuego con sus devastadoras quemaduras y la consiguiente destrucción de tejidos, el envenenamiento por agentes tóxicos, en muchos casos capaces de prolongar la agonía de la víctima hasta extremos verdaderamente crueles, o las feroces agresiones de animales salvajes hambrientos, como los grandes felinos, dotados para causar con sus zarpas y mandíbulas terribles heridas sangrientas y desgarros letales en el cuerpo humano.

Juan frunció el ceño y se le tensaron los tendones de la mano derecha, que era con la que empuñaba la pistola. La pequeña boca del cañón, oscura y amenazadora, estaba muy cerca de mi cara. Seguramente el proyectil iba a entrarme fulminante por el entrecejo o por una de las sienes. Después pude ver cómo su dedo índice iba desplazando muy despacio el gatillo del arma y éste cedía poco a poco iniciando un lento recorrido premonitorio de lo que iba a suceder enseguida. Tal vez sería esta la última imagen que recibiría mi retina antes de apagarse para siempre. No fui capaz de seguir mirando y volví los ojos hacia la carretera y los cerré. Mentiría si dijese ahora que no sentí pánico. Un pánico atroz y diferente al que había sentido antes, muchas veces, en mis pocos veinte años. Y también sentí impotencia: no eran sólo los verdugos quienes no podían sostener la mirada de sus víctimas, podía darse el caso de que tampoco algunas víctimas tuviesen la suficiente sangre fría como para desafiar con la mirada a sus verdugos llegado el momento inminente del tránsito final.




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