viernes, 5 de mayo de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 37ª Entrega




Un relato de Route 1963



El encargado salió arrastrándose como un perro, y antes de que pudiera incorporarse, mi hermano le metió el cañón de la pistola en la boca llegando hasta la garganta y provocándole una arcada terrible. Por un momento me puse en el lugar de aquel tipo y noté cómo se me envenenaba el paladar con el sabor nauseabundo que debía de tener aquel cilindro de metal impregnado de pólvora, que no sé porqué supuse que sería agrio y picante, y me vino a mí también una arcada y escupí un gargajo espeso que se deshizo enseguida en contacto con la arena caliente del patio. Ahora ya no me cabía ninguna duda de que si no nos proporcionaban la gasolina de inmediato Juan mataría a aquel hombre sin la menor vacilación, aunque nos marchásemos con las manos vacías, que eso era también lo que yo me temía que sucediese como colofón de tan desagradables peripecias, porque lo que tan mal había empezado difícilmente podía enderezarse para bien.

¡Adentro, vamos, y que nadie se mueva!

Era muy aparatoso hacer caminar a un rehén sin sacarle el cañón de la pistola de la boca, llevándole con la cabeza ladeada, y mi hermano sólo le daba breves treguas para dejarle respirar, y le extraía el arma un segundo para volver a introducírsela hasta la campanilla, y el hombre tosía y jadeaba, pero seguía caminando a trompicones, arrollado por el empuje imparable de nuestros cuerpos. Incluso yo iba empujando con toda mi alma y mis pocas fuerzas, y mi cojera, deseando como estaba que aquella pesadilla terminase cuanto antes, de una u otra forma, porque sólo así, desatando esa violencia furiosa y primitiva que sin saberlo llevábamos guardada en lo más profundo de nuestras vísceras de fieras acosadas, podríamos continuar nuestro camino hacia la salvación.

Encontramos por fin carburante en el interior del taller, aunque a decir verdad fue muy poco, pues nos dio de sí sólo para llenar el bidón hasta menos de la mitad, unos ocho o nueve litros de gasolina vieja mezclada con impurezas, cantidad a toda costa insuficiente para llegar a Valencia, y apenas conseguimos un poco de aceite para el motor, más un paquete mediado de tabaco para liar que hallé en un cajón y que también requisamos enseguida, como era costumbre en la época, y este fue al final nuestro modesto botín de guerra. No encontramos, sin embargo, ninguna cosa comestible que llevarnos a la boca, pero antes de marcharnos por lo menos bebimos agua helada de un botijo hasta saciarnos y luego cortamos el cable del teléfono, como recordábamos que hacían los gángsteres en las películas, tomando después todas las precauciones posibles para que no nos disparasen por la espalda en nuestra huida —lo que nos obligó a recular con la moto hasta la carretera sin volverle la cara a nuestros rehenes—, algo que también teníamos aprendido del cine americano de los años treinta, que tanto habíamos visto antes de la guerra en las salas de la Gran Vía madrileña.


Bueno —dijo mi hermano con resignación una vez reanudamos nuestro viaje—, no ha sido mucho para el grave riesgo que hemos corrido, pero menos da una piedra.

Todo esto está muy bien —le repliqué—, seguimos vivos y la inglesita ya tiene su alimento para continuar durante unos cuantos kilómetros, de lo cual me alegro, pero, ¿y nosotros? ¿Vamos a poder comer algo de una puñetera vez, o es que pretendes que lleguemos a Valencia en ayunas?

Incluso si llegásemos a Valencia en ayunas eso ya sería una noticia estupenda, ¿no crees?

Yo no creo nada, salvo que tengo un hambre que me muero, y los muertos de hambre no acostumbran a llegar a ningún sitio.

También yo estoy desmayado, Mariano, de veras. En el primer hostal o casa de comidas que encontremos en la carretera pararemos, aunque sea peligroso, te lo prometo.

El problema fundamental al que nos enfrentábamos constantemente en aquel viaje era el hecho de que cualquier cosa que nos viésemos obligados a hacer resultaba peligrosa. Tan peligroso era seguir viaje en ayunas como detenerse a comer. Tan peligroso esconderse como dejarse ver en un sitio o en otro. Tan peligroso ser de la CNT como carecer de filiación política. Tan peligroso llevar placas de matrícula o documentaciones falsas como llevarlas legales. Tan peligroso sacar la pistola como ocultarla. Daba lo mismo lo que hiciésemos o no hiciésemos, porque todo era igualmente peligroso. Nuestras prevenciones no servían de salvoconducto ante los riesgos inmensos que nos amenazaban. Nunca podíamos dejar de sentir en la nuca el aliento maligno del peligro. En tales circunstancias el instinto de supervivencia aconsejaba huir sin dudar, a toda prisa, sin detenerse jamás hasta llegar a un destino que, al menos en principio, pudiera parecer seguro. Y era eso lo que estábamos haciendo, pero como el camino era largo y las dificultades muchas, entonces aparecían el hambre, el cansancio y otras limitaciones físicas y materiales que se encargaban de obstaculizar la huida, cuando no de paralizarla por completo. Podíamos engañarnos durante un tiempo y pensar que todavía teníamos fuerzas para seguir adelante, muchas o pocas, pero la realidad de aquel viaje se empeñaba en demostrarnos que éramos como juguetes de hojalata a los que se les estaba acabando la cuerda. Si no parábamos a comer y a descansar un rato jamás podríamos llegar a Valencia, por más que mi hermano, impulsado por su incontrolable ansiedad de fugitivo, estuviera dispuesto a creer lo contrario.

Ya eran las tres y media de la tarde cuando nos pusimos a atravesar de nuevo durante decenas de kilómetros los campos manchegos agostados dando tumbos a través de una estrecha y sinuosa carretera comarcal de asfalto descarnado que no parecía llevar a ningún sitio, y menos aún hasta algún lugar que pudiera decirse civilizado. No había indicaciones, ni mojones, ni señales de tráfico. Tampoco nos cruzamos con ningún vehículo, pero esto casi era lo más deseable para nosotros. Tal vez el hambre, el agotamiento y el dolor ya me estuviesen haciendo desvariar, o tal vez no, pero lo cierto es que según se nos iba escapando el tiempo en balde en aquella carretera solitaria cada vez estaba más convencido de que habíamos perdido definitivamente el rumbo, y la casualidad, o la fatalidad, o ambas, pues a menudo una y otra iban trágicamente de la mano, nos terminarían devolviendo a Madrid con la misma naturalidad azarosa con la que el mar devolvía a la playa a los náufragos ahogados al cabo de los días o de las semanas.

¿Tienes alguna idea de dónde estamos? —le pregunté a mi hermano.

En algún punto de la provincia de Cuenca camino de la de Valencia o de la de Albacete, supongo.

¿Y qué piensas hacer?

Juan se encogió de hombros con cierta brusquedad, como si le hubiera molestado mi pregunta.

Pues seguir conduciendo, ¿qué quieres que haga, si no? Por lo menos esta vez tenemos gasolina.

La escasa gasolina robada que teníamos viajaba de nuevo a mi espalda, en el interior del bidón que se alojaba en la mochila, y con los baches y vaivenes de la carretera yo la iba sintiendo como una cosa viva que se movía y palpitaba junto a mis riñones, una pesada masa de líquido inestable que se desplazaba con impulsos de marea y que parecía formar parte de mis propios fluidos corporales.

¿Y si tenemos la mala pata de acabar de vuelta en Madrid?

¡O en Salamanca, a las mismas puertas del cuartel general de Franco, qué te parece! No digas tonterías, Mariano, vamos hacia al este, y antes o después acabaremos desembocando en la carretera general de Valencia, o acaso en la de Alicante, que tampoco sería tan terrible. Tienes que tener fe.


Hacía mucho tiempo que yo había perdido la fe, y por otra parte cada vez confiaba menos en mi hermano y en su capacidad de controlar con sensatez una situación comprometida que con el paso de las horas se nos iba escapando sin remedio de las manos hasta abocarnos inevitablemente al desastre, porque incluso la más arraigada de las fidelidades y la más ciega de las confianzas en una persona podían llegar a desmoronarse repentinamente por la fuerza adversa de las circunstancias. Pero sobre todo lo que más me irritaba era la estúpida obstinación de Juan en no querer abandonar la maldita Brough Superior, que tantos problemas nos estaba causando, a sabiendas de que si hubiésemos tomado en su momento un tren, un autobús o un auto particular probablemente a estas horas ya estaríamos más cerca de Valencia sin haber tenido que padecer ni la mitad de contratiempos e incertidumbres que llevábamos sufridos hasta el momento. O puede que no, y a lo mejor en ese caso ya estábamos muertos, o detenidos por los carabineros o la Guardia Civil en un sombrío calabozo de algún pueblo manchego, mientras se averiguaba quiénes éramos nosotros y porqué y adónde viajábamos con falsa documentación anarquista escapando de Madrid con lo puesto. Nunca podríamos saber si estábamos obrando bien o no. Nunca podríamos determinar si alguna de las alternativas era la correcta o, por el contrario, todas estaban equivocadas y nuestro objetivo era una quimera inalcanzable.

Fue al cabo de media hora cuando encontramos un escueto cartel pintado con letras negras y una flecha indicativa sobre la fachada de una casa en ruinas en el que se leía: Valencia. Mi hermano sonrió y me dio una palmada amistosa en la rodilla. Yo no sonreí, pero sí que recuerdo haber pensado que a lo mejor en mi corazón todavía quedaba un resquicio, por pequeño que fuese, para la esperanza.




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