sábado, 13 de mayo de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 38ª Entrega




Un relato de Route 1963



Aquella carretera comarcal no llevaba directamente a Valencia, como bien habíamos supuesto, siendo lo más probable que desembocase en la carretera general, o carretera radial de primer orden de Madrid a Castellón por Valencia, pues tal era su enrevesada denominación en la época. Pero ni siquiera podíamos estar seguros de esto, y como en aquel tiempo la señalización y los carteles indicadores solían ser más bien escasos en las carreteras, como vengo diciendo, corríamos el riesgo cierto de saltarnos algún desvío estratégico y volver a perder el rumbo correcto para seguir vagando decenas y decenas de kilómetros por carreteras comarcales o caminos terciarios que, llegado el caso, no sabríamos adónde habrían de llevarnos.

Pero mientras esperábamos ansiosos la confirmación definitiva de que marchábamos en buena dirección, o por el contrario nos sorprendía el sobresalto de sabernos nuevamente extraviados, cruzamos muy despacio las travesías de varios pueblos sin vida calcinados por el sol de tarde. No vimos un alma por sus calles. Por eso no hicimos siquiera intención de detenernos en ninguno de ellos a intentar una comida, porque casi con toda seguridad no hubiéramos encontrado ni un mísero mendrugo de pan que llevarnos a la boca. Todo lo más, nos habríamos tropezado con nuevos problemas. Y es que, por mucho que quisiéramos engañarnos haciendo valer nuestra verdadera condición, a los ojos del prójimo no éramos más que un par de forasteros fugitivos y burgueses que huían en una moto británica, capricho de ricos y de fascistas, y esta era nuestra insuperable tragedia en aquella España del treinta seis, la patria maldita de Caín.

El motor de la Brough Superior ronroneaba monótonamente con un zumbido de moscardón mientras íbamos cubriendo lentamente unas distancias que se me antojaron interminables, porque mi hermano, también cansado y consumido después de tantas privaciones, no parecía tener ya fuerzas ni capacidades para conducir deprisa, y todo el ardor deportivo que había mostrado al comienzo del viaje y en las horas siguientes se iba disipando en una penitencia demorada, perezosa y dolorida, y era así como nos arrastrábamos ahora por aquella desolada carretera comarcal. Pero un nuevo sobresalto nos esperaba a la salida de una de las escasas curvas del trazado, cuando nos encontramos un auto estacionado en la cuneta con todas sus puertas abiertas y un hombre en mangas de camisa que nos hacía señas con los brazos para que nos detuviésemos. En ningún momento pensé que Juan tuviese la menor intención de detenerse, todo lo contrario, lo que yo estaba esperando era un acelerón brusco que nos alejase instantáneamente de aquel escenario imprevisto, por eso mi sorpresa cuando la inglesita fue perdiendo velocidad hasta pararse pocos metros por delante del auto.

Después de tanto tiempo olfateando el peligro —explicó mi hermano como si se disculpase por la detención—, el instinto me dice que esta vez no hay peligro alguno y ese hombre es inofensivo.

Más nos vale que estés en lo cierto.

Creo que lo estoy. Un auto parado en la cuneta con las puertas y las chapas del motor abiertas es un auto averiado, y su chófer necesita auxilio. También nosotros lo necesitamos. Bájate, venga.

Conseguí bajarme con gran esfuerzo, y al tomar contacto con el suelo comprobé que ya no podía mantenerme en pie, de tal suerte que las piernas no me sostuvieron y me caí junto a la moto. Intenté incorporarme enseguida, pero fue en vano. No era sólo consecuencia del estado de mi tobillo, muy probablemente fracturado, sino sobre todo de mi agotamiento extremo. Había llegado ese momento fatídico en el que un hombre ya no es capaz de valerse por sí mismo cuando más lo necesita. Mi hermano me pasó los brazos bajo las axilas y me levantó, pero al soltarme volví a caer como un saco vacío. Mi cuerpo no era más que una masa inerte desprovista de energía. Alcé la vista y mis ojos se toparon entonces con la mirada escrutadora de aquel individuo que venía a nuestro encuentro caminando por la cuneta de la carretera en mangas de camisa. Era un hombre grueso, de unos sesenta y tantos años, que se movía con notorios síntomas de fatiga y respiraba entrecortadamente. Al llegar adonde nos encontrábamos, le dijo a mi hermano:

Vamos a llevarle al auto.


Juan asintió, y entre los dos me levantaron, tiraron de mi cuerpo y me llevaron casi en volandas hasta el automóvil. Después me sentaron en el asiento trasero del vehículo, el hombre se secó el sudor de la frente con los puños de la camisa, y explicó:

Antes tenía un problema, y ahora tengo dos. Soy médico, iba de camino a una urgencia en un pueblo cercano, se me ha averiado el auto, y me tropiezo con ustedes. Este chico está en muy malas condiciones.

Tal vez haya sido una suerte el encontrarnos, doctor —reflexionó Juan—. Nosotros le necesitamos a usted, y usted me necesita a mí. Casualmente soy mecánico. Vamos a ver la avería del auto. Lo de mi hermano no es urgente.

¿Es su hermano? Escúcheme bien: puede que a usted le parezca que lo de su hermano no es urgente, pero tengo que decirle que no soy de la misma opinión.

Sólo se ha roto un tobillo.

¿Y usted cómo lo sabe? Pero es que, aunque se hubiera roto los dos, ni siquiera eso sería preocupante —respondió el médico, y luego se dirigió a mí—: ¿dónde le duele?

Es el tobillo derecho.

Descálcese los dos pies, vamos a ver qué es lo que tiene.

Volvió a invadirme entonces un pudor tan ignominioso como irracional en aquellas delicadas circunstancias en las que nos encontrábamos. Nuestras vidas seguían expuestas a todo tipo de peligros, el final de nuestro viaje todavía era incierto, y yo estaba impedido, y sin embargo era capaz de azorarme sólo por el hecho de que aquel desconocido, que decía ser médico (y que seguramente lo fuese), tuviera que verme y palparme los pies, unos pies que suponía tumefactos y sucios en el interior de las alpargatas de esparto. Cuando me descalcé, comprobé que estaban sudorosos y renegridos, y el derecho, además, presentaba una inflamación aguda y diversos derrames de color cárdeno.

Bien, ahora túmbese boca arriba y estire las piernas hacia mí —me indicó el médico—. Tenga cuidado de no golpearse en la cabeza.




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