martes, 27 de junio de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 42ª Entrega




Un relato de Route 1963



Más allá de que me encontraba tumbado boca arriba sobre la arena caliente como un náufrago venturosamente devuelto a tierra por el mar, no podía albergar ninguna otra certeza en aquel momento. En mi precipitada huida había perdido la única alpargata que conservaba, y las vendas que me cubrían el pie magullado estaban deshechas en largos jirones de tejido imposibles de recomponer. Tenía los codos desollados y doloridos después de arrastrarme por el suelo, la ropa y el cabello rebozados en polvo, la boca ardiente y pastosa como si hubiera masticado barro, pero seguía vivo una vez más, aunque ya no supiera para qué. Ni siquiera intenté moverme para tratar de volver al auto, lo que indudablemente habría resultado peligroso, pero tampoco para otear el camino a la espera de la llegada de mi hermano, en el mejor de los casos, o de la Guardia Civil, en el peor de ellos.

Me envolvía un silencio denso e implacable mientras permanecía   tumbado en aquella hondonada natural del terreno, que ofrecía cierta semejanza con una trinchera de guerra, y no habría encontrado demasiadas dificultades para abandonarme otra vez al sueño recientemente interrumpido, de no ser porque comprendí que dormirme era la decisión más equivocada que podía tomar si pretendía seguir con vida. En realidad, sólo podía hacer una cosa sensata: esperar con resignación el siguiente episodio que el destino me tuviese reservado. Y mientras esperaba, perdí toda noción del tiempo. No sé si transcurrieron minutos, o transcurrieron horas, hasta que volví a escuchar el motor de la Brough Superior que se acercaba por el camino. Podía reconocer su sonido a cientos de metros de distancia, y todavía hoy, setenta años después, puedo recordarlo perfectamente. Además, el ansioso batir de pistones me indicaba que era mi hermano quien iba a los mandos, pues sólo él podía hacer sonar la moto de esa manera tan característica. No pude reprimir un grito de alegría mientras me preparaba para abandonar mi escondrijo, y traté de hacerlo con la mayor presteza posible, sabiendo que Juan se asustaría al llegar junto al auto y no encontrarme en su interior. Al menos pretendí evitarle el sobresalto, pero no lo conseguí, porque él fue mucho más rápido y se presentó en la arboleda antes de que yo tuviera la oportunidad de salir a su encuentro. Mientras reptaba por el borde del parapeto, tuve ocasión de ver su semblante angustiado cuando se asomó a las ventanillas del Citroën y lo halló vacío. Entonces le di una voz:


-¡Juan, Juan, estoy aquí!  


         Pero mi hermano, por toda respuesta, se agitó bruscamente y empuñó la pistola mientras movía la cabeza en todas direcciones tratando de encontrar un enemigo imaginario escondido entre los árboles.

         -¡Soy yo, Juan, soy yo, no dispares! -volví a gritarle.


         -¿Quién anda ahí? -gritó él-. ¡Salga con las manos en alto o le mataré! 


         Aterrorizado, sentí como las fuerzas me abandonaban, y me dejé caer de nuevo al interior del parapeto. Allí fue donde me encontró mi hermano un momento después. 


         -¿Se puede saber qué haces aquí? ¿Por qué no estás en el auto? ¡Vaya susto me has dado, Mariano!


         -Tenemos que irnos enseguida -respondí-. Permanecer en este lugar es un riesgo.



         -Pero bueno, ¿qué es lo que ha pasado?


         -He tenido visita.


         -¿Visita? ¿De quién?


         -Sácame de aquí y te lo contaré por el camino.


         -Está bien, tranquilízate. ¿Puedes caminar?


         -No.


         -Lo suponía. Por eso te he traído un regalo. Y algo de comer. Y tengo además muy buenas noticias, ¿sabes? Aguarda un momento.


         -No estoy para regalos, vámonos de aquí cuanto antes, ¿o es que quieres que nos maten? No tardará en llegar la Guardia Civil.



          Pero Juan ya no me escuchaba, porque me había dado la espalda y volvía con grandes zancadas hasta la moto. Regresó enseguida con dos viejas muletas de madera carcomida que bien hubieran podido pertenecer a algún pirata del siglo XVIII.


         -¿Pero qué mierda es esta? -protesté.


         -Tendrás que acostumbrarte a ellas. Siento no haber podido encontrar nada mejor. ¿Quieres comer? Me han preparado un guiso de patatas en una fonda. Todavía estará caliente.


         -No tengo hambre, sólo miedo. ¿Dónde está el médico? A estas horas todo el mundo le da por muerto y creen que nosotros le hemos secuestrado para matarle.


         -¿Qué estás diciendo? -se escandalizó mi hermano-. ¿Quién le da por muerto? El doctor se ha quedado en Minglanilla, naturalmente. Después de atender a esa anciana estuvimos buscando una grúa para remolcar el auto. Pero no la encontramos, de modo que vendrá de camino con un arriero en un carro tirado por dos mulas. Todavía tardarán un buen rato en llegar. Por eso había pensado esperarles mientras comías y te contaba las buenas noticias que traigo.


         -¿Quieres esperar también a la Benemérita, o a los carabineros? -empecé a explicarle-. Unos cazadores a caballo estuvieron merodeando por aquí. Tuve que salir del auto rápidamente y esconderme. Ellos vieron el auto y enseguida supieron que era del doctor. Anselmo Hinojosa, se llama. Es el médico de Casas Ibáñez, según dijeron. Les extrañó mucho encontrar el Citroën en este lugar, y se marcharon como alma que lleva el diablo a avisar a las autoridades. 


         Juan frunció el ceño y clavó sus ojos en los míos con fijeza.


         -¿Qué me estás contando, hermano?


         -¿Es que no me crees?


         -Por supuesto que te creo. Apóyate en las muletas y trata de caminar con ellas. Estamos tocando con la punta de los dedos nuestra salvación, y sería imperdonable que se nos escapase por permanecer aquí un minuto más de lo necesario. ¡Vámonos!



         Jamás había utilizado unas muletas, y al primer intento me caí. Fue muy doloroso. Mi hermano me ayudó a levantarme y me sostuvo en los primeros pasos, pero me volví a caer. Apenas si habíamos avanzado media docena de metros, y al dolor se sumó ahora la frustración. Perdí toda esperanza de que pudiéramos salvarnos.


         -¿Cuáles son las buenas noticias que traes? -pregunté con profunda desconfianza.


         -He vuelto a hablar con Amparo por teléfono. Ella tiene importantes contactos y le han informado de que nos están buscando. Hay muchos controles en la carretera, no podremos llegar a Valencia con la moto, así es que nos envía un auto a rescatarnos en cuanto anochezca. Será en el puente de Contreras, a pocos kilómetros de aquí. El auto se detendrá en mitad del puente y apagará y encenderá los faros cuatro veces, esa será la señal. Tendremos que estar muy atentos, porque sólo nos esperará dos minutos. Transcurrido este tiempo, dará la vuelta y se marchará otra vez para Valencia, vayamos nosotro a bordo, o no.


         -Como en las películas -dije-. Parece una pésima broma del destino.


         -No te burles -me amonestó Juan-. Es nuestra última oportunidad.





CONTINUARÁ 

2 comentarios:

  1. el puente de contreras es donde está ahora el embalse?

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    1. Sí, efectivamente. Más exactamente donde está la presa.

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