sábado, 22 de julio de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 44ª Entrega




Un relato de Route 1963





Juan se detuvo entonces, y se volvió lentamente hacia mí. Ahora que había recuperado la visión correcta y podía verle con nitidez, pensé que me encontraría su rostro desencajado de terror al descubrir que le estaba apuntando con la pistola. Incluso imaginé que levantaría los brazos, o que se echaría al suelo suplicando clemencia. Tal vez era lo que cabía suponer en esta situación. Pero los hechos no se desarrollaron como yo esperaba.


-No sé ahora mismo qué es lo que más me apetece -me dijo con una mueca fría y neutral-, si acercarme y partirte la cara, o bien seguir mi camino como si no existieras. Aunque, desde luego, te mereces las dos cosas, una detrás de otra.


Empuñé con fuerza la pistola y la agité en la mano como si quisiera hacer más evidente mi amenaza. Era pesada, dura y tosca como una piedra.
  

-¡No te muevas! -le grité.


-Eres un ignorante, Mariano. ¿Qué es lo que crees que vas a hacer con esa pistola?


-Pegarte un tiro, si te marchas. Y luego pegármelo yo. Y aquí terminará nuestro viaje.

martes, 11 de julio de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 43ª Entrega







Un relato de Route 1963





Aquellas muletas desvencijadas que me había traido mi hermano con su mejor voluntad, parecían adecuadas para cualquier cometido que no fuese el de ayudar a caminar a un cojo. Eran viejísimas, y su madera nudosa y reseca estaba astillada precísamente en el lugar en donde había que colocar las manos para servirse de ellas. En ambas muletas la apoyatura superior que soportaba las axilas carecía de mullido, conservando solo unos jirones claveteados de cuero renegrido sobre la madera desnuda. Y además, como consecuencia de los desgastes del uso, una de las muletas era ligeramente más corta que la otra. Sin embargo, salvo que pretendiera seguir arrastrándome por el suelo para salir de allí, no me quedaba más remedio que adiestrarme en su manejo, y no era fácil para un cojo sobrevenido y novato como yo. Juan supervisaba mis torpes movimientos con aquellos apéndices de madera fosilizada y me iba haciendo recomendaciones prácticas mientras yo trataba de conservar el equilibrio y avanzar unos metros:

-Tienes que impulsarte muy despacio sobre el pie de apoyo y mirar con antelación en donde vas a pisar con las muletas cada vez. Sí, ya sé que es difícil y este no es el sitio más adecuado para aprender, pero debes intentarlo.

Desde luego que no lo era. La superficie irregular y sinuosa del terreno no ofrecía la menor seguridad para desplazarse con estos artilugios ancestrales. Estábamos en mitad del campo, un lugar no demasiado frecuentado por los cojos, y por algo sería. Los esforzados cojos que se habrían servido con anterioridad de estas muletas eran cojos de otro siglo, y yo me los imaginaba caminando con ellas siempre por superficies lisas y estables, como las cubiertas de los barcos que les devolvían lisiados a España desde las colonias de ultramar en guerra con la metrópoli, o sobre las losas de los patios de los cuarteles o de los hospitales, o en el peor de los casos sobre el pavimento adoquinado de las calles, pero nunca a través de campos y bosques, y mucho menos descalzos, porque yo además iba descalzo, después de perder la única alpargata que podía calzarme, y que con la precipitación del momento ni siquiera se nos ocurrió buscar.

Tal vez fue por ello que Juan se compadeció de mí, viéndome sobre todo incapaz de avanzar dos pasos seguidos con las muletas y siempre en riesgo de volver a caerme.

-Veo que voy a tener que llevarte a hombros hasta el camino.