lunes, 23 de junio de 2014

EL ANGEL DE LA CARRETERA





En las primeras horas de una tarde de junio de 2008, la enfermera Mara R.G. circulaba por la autovía A-3 en su Skoda Fabia gris en dirección a la costa levantina cuando sucedieron los hechos reales que aquí se van a referir. Era un viaje de rutina para ella, un trayecto de 450 kms. que realizaba varias veces al año para pasar unos días de descanso en el Mediterráneo. Apenas un par de horas antes había abandonado el hospital madrileño en donde trabajaba y se había puesto al volante dispuesta a recorrer con tranquilidad la distancia que le separaba del mar. Como de costumbre, seguramente llevaba encendido el aire acondicionado y escuchaba música en el equipo del coche. No sólo era un viaje de rutina para ella, sino también una especie de viaje ritual, en donde todos los tiempos, paradas y descansos se sucedían de acuerdo con un guión establecido e inalterable de un viaje a otro. Probablemente incluso la música que iba escuchando provenía de los mismos cedés que llevaba en la guantera y que habría escuchado en otro viaje idéntico de ida o de vuelta unos meses atrás.






El kilómetro 226 de la A-3 marcaba el punto equidistante entre origen y destino, la mitad precisa de la ruta, y era por tanto el momento estipulado para detenerse un rato, estirar las piernas, repostar combustible, ir al lavabo, tomar una chocolatina con unos sorbos de agua y fumar un cigarrillo antes de emprender la marcha. Y así lo hizo, como venía siendo habitual, en el área de servicio de Castillejo de Iniesta, provincia de Cuenca, a pie de autovía.







     Sin embargo, esta no iba a ser una parada como la de tantas otras veces, pues apenas si había terminado de llenar de combustible el depósito del coche cuando se inició de improviso un tumulto alrededor del vehículo que repostaba en el surtidor de al lado, un pequeño Peugeot del que habían descendido sólo un momento antes tres personas, dos hombres y una mujer de unos sesenta y tantos años. Un grupo de gente visiblemente agitada se arremolinaba en torno al coche haciendo aspavientos y moviéndose con ese desconcierto propio de quienes se enfrentan a una situación extraordinaria cuya gravedad requiere de una intervención inmediata: la mujer acababa de caerse y yacía en el suelo inconsciente. Sorprendida por este suceso, la enfermera le solicitó al empleado de la gasolinera que despejase la zona de gente para poder intervenir, y así fue como pudo llegar hasta la mujer para reconocerla y practicarle los primeros auxilios. La situación era grave, desde luego, porque la señora tenía las vías áereas obstruidas por su propia lengua y no respiraba. Entonces la enfermera procedió con los dedos a liberar la lengua y restablecer la respiración de la víctima insuflándole aire, pero al retirar los dedos la lengua volvía a su posición original y obstruía de nuevo la laringe. No había tiempo que perder, así es que Mara corrió hacia el maletero de su coche, lo abrió, sacó el equipaje y cogió un botiquín de emergencia en donde sabía que, no por casualidad, solía llevar siempre justamente el instrumento apropiado para estas situaciones, una cánula de plástico denominada guedel, que introducida en la boca del paciente evita la caída de la lengua y la consiguiente obstrucción respiratoria. 



 

       Existen siete tamaños o calibres de guedel, pero la enfermera llevaba sólo uno del número cuatro, pues es el más versátil para víctimas con edades comprendidas desde los cuatro años en adelante, y fue de hecho la correcta aplicación de este instrumento y las oportunas maniobras de una sanitaria profesional como Mara lo que salvó la vida de aquella mujer. Pero una vez introducida la cánula y restituida la lengua a su posición natural, la enfermera hubo de romper el ceñido corsé que vestía la víctima y que oprimía sus pulmones y dificultaba las maniobras de reanimación respiratoria. Fueron sin duda unos momentos tensos y angustiosos a la espera de la llegada de una ambulancia, que ya había sido avisada, esos momentos críticos en los que la delgada línea que separa el todo de la nada, la ventura de la desventura, la vida de la muerte, se vuelve aún más estrecha que de costumbre.


     Diez minutos después llegó una ambulancia de la Cruz Roja procedente del cercano pueblo de Castillejo de Iniesta. Hasta en esto hubo suerte, porque incluso en unos tiempos tan adelantados tecnológicamente como los actuales, la carretera sigue siendo muchas veces un escenario, si no del todo hostil, sí por lo menos precario para la resolución de incidencias de la gravedad de la que estamos narrando. Informados los sanitarios de la ambulancia por la propia enfermera de todos los pormenores del caso y de las intervenciones realizadas, así como de su identidad, uno de ellos no pudo por menos que reconocer que esta mujer había tenido la increíble fortuna de encontrarse en su camino con un ángel aquella tarde de Junio (El Angel de la carretera, como la bautizó alguno de los testigos de aquel episodio), un ángel custodio y providencial que acertó a pasar por allí casualmente en el momento en que era más necesaria su presencia para salvar una vida. Desde luego, de no haber sido así, la señora habría muerto casi con toda probabilidad o cuando menos le habrían quedado graves secuelas neurológicas como consecuencia de la larga e irreversible privación de oxígeno sufrida en este episodio. 

 
Tan desconcertada como atribulada por este suceso, pese a su profesionalidad y a su impecable y oportuna intervención en el mismo, según partió la ambulancia con la víctima, nuestra enfermera se puso de nuevo al volante sin entretenerse siquiera unos minutos en entrar al lavabo o tomar un ligero refrigerio, como si quisiera huir de aquel lugar cuanto antes y llegar a destino para olvidarlo. Un mes después, ya incorporada de nuevo al trabajo, recibió en su despacho del hospital un paquete procedente de Guadalupe (Cáceres). Contenía una pulsera de oro con su nombre grabado como agradecimiento de aquella mujer milagrosamente salvada y de los familiares que la acompañaban en tan delicado trance.


     La carretera en general, y todas las carreteras del mundo en todas las épocas en particular, están llenas de historias, de anécdotas, de sucedidos, de episodios a veces concluidos con desenlaces afortunados y otras, las más por desgracia, con desenlaces luctuosos. También la carretera ha sido siempre propicia a variadas mitologías y generadora de tan diversas como estrambóticas leyendas urbanas ya convertidas en manoseados tópicos tan conocidos como el de la chica de la curva que hace auto-stop y desaparece porque es el espíritu de alguien que falleció en dicha curva, o el de los extraterrestres nocturnos posados con su ovni en mitad de una recta y que abducen al infortunado automovilista cuyo coche se acaba de averiar precisamente allí. Pero la realidad es mucho más prosaica, y lo cierto es que las probabilidades que tiene un individuo de morir en cualquier carretera de cualquier lugar del mundo en cualquier momento son mucho más elevadas de las que se le presentan en la mayoría de los escenarios de su andadura vital, sobre todo como consecuencia de los accidentes de tránsito, es obvio, factor éste inherente y fundamental de la mortalidad en la carretera.


ANEXO 


Sólo cuatro meses después, a finales de septiembre de 2008, y no muy lejos de la A-3, la enfermera Mara R.G., El Angel de la Carretera, tendría una nueva oportunidad de intervenir en su ámbito natural al que parece predestinada, y precisamente como consecuencia de un aparatoso accidente de circulación que increíblemente se saldó sólo con heridos leves. Y en esta ocasión yo fui testigo del mismo. Estábamos detenidos a mediodía a la salida de la AP-7 en Silla (Valencia), descansando un momento y fumando un cigarrillo, cuando escuchamos un estruendo espantoso procedente de las cabinas de peaje de la autopista. Lo primero que se me vino a la cabeza fue que un camión o un autobús había golpeado con el techo de la caja el tejado metálico de la estructura del peaje por exceso de gálibo, algo evidentemente absurdo dada la conveniente altura del mismo, reglamentariamente adecuada para todos los vehículos, pero apenas unos segundos después vimos un automóvil que salía disparado a toda velocidad y dando tumbos desde una de las vías de pago en dirección Alicante para quedarse detenido en mitad de la explanada y en lamentable estado apenas a cincuenta metros de distancia.







     El Angel de la carretera echó a correr hacia el coche sin dudarlo un instante. Mi obligación moral y profesional es ir para allá, recuerdo que dijo, como si fuera una disculpa menor. Yo la seguí por inercia, y a la carrera cruzamos todos los carriles de la autopista ante el estupor de los automovilistas que esperaban parados su turno para pagar el peaje. Un empleado nos salió al paso para detenernos, pero Mara le gritó que era enfermera y nos dejó continuar. En ese momento fueron varios los pensamientos que me vinieron a la cabeza, y ninguno de ellos demasiado tranquilizador que digamos. En primer lugar, los ocupantes de aquel Ford Focus C-Max bien podían ser delincuentes con un vehículo robado, puesto que acaban de saltarse la barrera del peaje y arrasado con todo cuanto se les había puesto por delante. En realidad, una estupidez incomprensible, pero había sucedido. En segundo lugar, muy probablemente estuviesen muertos o heridos de gravedad, a tenor del aspecto que presentaba el vehículo y de lo espectacular del percance. Esto último fue lo que me hizo desistir de acercarme al coche. Yo no soy enfermero, ni médico, ni juez de guardia. No me apetecía en absoluto ver vísceras ni sangre. No entra dentro de mis competencias éticas (estando presentes en el momento las personas adecuadas para ello) ni profesionales hacer tal cosa. Pero podía realizar un buen reportaje fotográfico, así es que saqué el teléfono móvil y disparé la cámara varias veces, con cierto pudor por si me veía alguien y me llamaba la atención, pues mi conducta desde luego no era la más correcta en esas circunstancias. Lo reconozco ahora.








 

     En la confusión del momento nadie me vio, o por lo menos nadie me dijo nada. Entretanto, El Angel de la carretera y otras personas, entre ellas una pareja de médicos que viajaba en otro vehículo, ya habían llegado al coche siniestrado y procedían a socorrer a sus ocupantes. Mara, en calidad de enfermera pediátrica, tomó en sus brazos a una niña rubia de tres años que lloraba y temblaba de miedo. Había perdido los zapatos (casi todas las víctimas de un accidente de tráfico lo primero que pierden es el calzado, incomprensiblemente) y tenía rasguños, magulladuras y la cabeza llena de pequeños cristales que El Angel de la carretera empezó a retirarle con cuidado mientras le preguntaba cosas para ganarse su confianza y tranquilizarla, una vez comprobado que no sufría fracturas ni conmoción cerebral.  

     

     Afortunadamente, el matrimonio no había corrido peor suerte que la niña y sus lesiones sólo parecían leves. El padre perdió súbitamente el conocimiento justo antes de entrar en la zona del peaje, que también es mala suerte, y su pie derecho se quedó apretado contra el acelerador. Y así fue como enfiló al azar uno de los carriles del peaje, acelerando (probablemente a 80 km/h., o más) y con el coche dando tumbos sin ningún control, pese a que su mujer, como manifestaría después, trató de tomar el volante para evitar, de algún modo, el desastre. Es evidente que no lo consiguió. Era imposible. Los destrozos en las instalaciones fueron notorios, como notoria fue la crisis de ansiedad del empleado peajista de la cabina correspondiente, que salió corriendo despavorido a sentarse en un bordillo del arcén de la autopista con los nervios desatados, algo muy comprensible después de semejante susto. Nadie se ocupó de él en un principio. Las prioridades se centraban en los accidentados.







     Una vez controlada la situación, volvimos a cruzar los carriles de la autopista, ahora caminando, para llegar hasta nuestros vehículos. No teníamos nada más que hacer allí.  Como le expliqué oportunamente al Angel de la carretera, quizá no iba a ser una buena idea el permanecer en el lugar de los hechos para cuando se presentase la Guardia Civil de Tráfico, que llegó primero, y luego la ambulancia, unos minutos después. Unos y otros buscan información, testigos, personas implicadas en el suceso, identidades, referencias, requerimientos y explicaciones. Nosotros estamos por encima del bien y del mal, en este sentido. Ella, como Angel de la carretera, porque su atribución se reduce a salvar vidas y aliviar el sufrimiento de las víctimas del tráfico cuando se presenta la oportunidad, nada más y nada menos. Yo, que bien podría postularme sin petulancia alguna como una especie de Notario de la carretera, porque mi cometido se limita a dar fe y constatar lo que sucede en ella. Sin mayores méritos.



Han transcurrido seis largos años desde los sucesos relatados en este reportaje. Hace pues, mucho tiempo, que le debía al Angel de la carretera este reconocimiento público, que quiero hacer igualmente extensivo a todos los profesionales de la sanidad española, estén o no en la carretera. Ese ámbito tan propicio para la felicidad, pero también, a menudo, para el dolor. Pero mientras uno, o cientos de ángeles de la carretera, anónimos o conocidos, nos acompañen o se crucen venturosamente en nuestro camino, el viaje podrá continuar indefinidamente siempre hacia algún destino memorable.    

 

jueves, 29 de mayo de 2014

GRAN PREMIO CIFESA DE CICLISMO. Carrera Madrid-Valencia en una sola etapa. (Años 40 del siglo XX).





Si a nuestros ciclistas profesionales contemporáneos les propusiéramos hoy en día participar en una carrera de una sola jornada de trece horas de duración y más de 300 kms. de recorrido a través de una carretera española de posguerra pavimentada de adoquines, piedras y tierra en muchos tramos de su trazado, en plena época estival, con temperaturas sofocantes y riesgo de violentas tormentas de granizo, montados en toscas y pesadas bicicletas de hace setenta años, algunas de ellas incluso sin cambios de marchas, y sin posibilidad, en ningún caso, de reemplazar la máquina por avería o rotura de alguno de sus elementos mecánicos, si les propusiéramos todo esto, decíamos, muy probablemente, por expresarlo suavemente, nos mandarían a hacer gárgaras, una expresión castellana, por cierto, muy propia de aquella época de la que estamos hablando.


 

Pero no, no es una sádica ficción deportiva, ni mucho menos, pues exactamente una carrera ciclista con esas características tan brutales que acabamos de describir se disputó en la España de la posguerra al menos durante cuatro ediciones entre los años 1941 y 1944. Su recorrido: los 350 kms. que separaban Madrid de Valencia por la primitiva carretera radial de primer orden entre las dos ciudades, que hasta poco antes todavía se denominaba de Madrid a Castellón por Valencia. Se trataba del Gran Premio Cifesa de ciclismo, también conocido popularmente como la Madrid-Valencia, y estaba organizado por el diario madrileño Informaciones, siendo la productora cinematográfica Cifesa la que se encargaba del patrocinio y de los premios, cabe suponer, porque en este aspecto y en otros de tan singular prueba las reseñas encontradas en internet no son demasiado precisas y a menudo inducen a confusión, como veremos enseguida. Incluso algunos de quienes vivieron aquella época recuerdan vagamente esta carrera como una etapa más de alguna edición de la Vuelta Ciclista a España que se celebrase por entonces, pero no es así, pues el Gran Premio Cifesa era una competición independiente de una sola jornada, y además, en la ronda española nunca se disputó una etapa entre Madrid y Valencia o viceversa.







No es el propósito de este reportaje el abordar de manera exhaustiva cuestiones históricas y técnicas relacionadas con el ciclismo español más allá de lo estrictamente vinculado a la carretera Madrid-Valencia, o N-III, materia exclusiva a la que está dedicado el blog. Sin embargo, en este caso, y dado lo interesante y curioso del tema, tal vez nos veamos obligados a hacer alguna excepción que seguramente agradecerán los aficionados a este deporte. Y en primer lugar, como comentábamos anteriormente, destacar el hecho de que la información encontrada en internet acerca de tan exigente carrera ciclista es incompleta, parcial y fragmentada. El documento más valioso que hemos localizado es un noticiario del NO-DO fechado el 9 de agosto de 1943 en el que se incluye un reportaje de poco más de minuto y medio sobre la III Edición de la prueba. De dicho noticiario, cuyo enlace adjuntamos al final, hemos obtenido los fotogramas que ilustran esta entrada.  Reseñas en prensa hemos encontrado muy pocas, igualmente dispersas y fragmentadas, hasta el punto de que no nos ha sido posible determinar en qué año comenzó a disputarse esta carrera, ni cuándo dejó de celebrarse, y ni siquiera si tuvo una periodicidad anual consecutiva entre 1941 y 1944, como suponemos, lo que nos hace pensar que sólo se celebraron cuatro ediciones, pues con posterioridad al año 1944 no hemos hallado ninguna referencia. 




Sin embargo, cotejando las distintas informaciones localizadas en prensa con los datos históricos de la prueba ofrecidos en el noticiario del NO-DO antes citado, tropezamos con una incómoda contradicción que echa por tierra nuestra suposición de que el Gran Premio Cifesa se celebró en cuatro ediciones consecutivas entre 1941 y 1944. En la III Edición, disputada en 1943 (la que se recoge en el NO-DO), resultó ganador el ciclista Delio Rodríguez, y lo hizo por tercera vez en la historia de la carrera. Es decir, que si esta prueba comenzó a disputarse en 1941, el mencionado ciclista ganó las ediciones de 1941, 1942 y 1943. Pero en el ejemplar del periódico El Mundo Deportivo fechado el 23 de julio de 1944, en el que se informa de la inminente celebración de la IV Edición de la carrera, se menciona al ciclista Vicente Carretero como ganador de la I Edición (no consta su fecha) en un pie de foto adjunto a la información. Por último, el diario ABC publicado el 26 de julio de 1944, en su crónica también de la IV Edición, menciona al ciclista Vicente Miró como ganador de la misma. En conclusión, tenemos documentados tres ganadores diferentes (y uno de ellos en tres ocasiones) para cuatro supuestas ediciones de la Madrid-Valencia, y por lo tanto nos falta una, por lo menos, que no sabemos cuándo se disputó. Y de ser así, y si se disputaron por lógica cinco ediciones de la carrera antes de 1945, la numeración ordinal de las diferentes ediciones establecida hasta 1944 no concuerda con los datos disponibles, de tal manera que la de 1943 tendría que haber sido al menos la IV Edición, y la V la de 1944, pero como queda dicho, documentadas gráficamente en la prensa y en el NO-DO sólo están la III y IV ediciones (al menos que nosotros sepamos), celebradas en 1943 y 1944, respectivamente. Si algún aficionado al ciclismo y a la historia del mismo en España nos puede aportar más información y aclararnos esta controversia, le estaríamos muy agradecidos, pues tenemos mucha curiosidad, no podemos negarlo.


 Pero en cualquier caso, al margen de sus ganadores y de las ediciones disputadas, por lo menos sabemos que el Gran Premio Cifesa fue la prueba ciclista de fondo en carretera más larga de cuantas se han celebrado nunca en España, y estaba reservada a unos pocos corredores de élite que aumentaban su prestigio deportivo participando en ella, debido a su gran exigencia física y expectación que suscitaba. Tampoco los premios en metálico, como veremos luego, eran desdeñables. En consonancia con los tiempos de posguerra duros y austeros que se vivían, una carrera ciclista que se preciara debía buscar los retos más exagerados y hasta cierto punto disparatados que pudieran encontrarse, y desde luego un recorrido Madrid-Valencia en bicicleta en la época y en una sola etapa de trece horas en pleno verano, para aprovechar la mayor duración del día, podía satisfacer sobradamente esa pretensión. Habría resultado sin duda más espectacular esa misma prueba entre Madrid y Barcelona, o Cádiz, o La Coruña, con casi el doble de distancia, pero los organizadores no se atrevieron a tanto y los ciclistas tampoco se hubieran prestado a ello. 

 

La carretera radial de primer orden que unía Madrid, Valencia y Castellón, que años más tarde pasaría a denominarse como nacional tres (N-III), no había sufrido tantos daños en la guerra civil como la mayoría de las principales carreteras del país, en donde se libraron duros combates, se produjeron masivos y precipitados movimientos de tropas y se establecieron cambiantes frentes de batalla con bombardeos constantes, ataques artilleros indiscriminados y voladuras de puentes y otras infraestructuras. De hecho, la ruta de Madrid a Valencia permaneció expedita hasta el final de la contienda, y por ella pudo viajar el Gobierno de la República para instalar la capital del Estado en la ciudad levantina y evacuar las obras de arte de los museos madrileños. Asimismo, este corredor geográfico de 350 kms. tuvo una importancia relevante en el transporte ordenado y regular de tropas de refresco, víveres y suministros a Madrid durante toda la guerra. Sin embargo, al igual que en el resto de la red viaria principal, las últimas actuaciones técnicas muy limitadas que se habían ejecutado en esta carretera tenían por lo menos diez o quince años de antigüedad, en tiempos del C.N.F.E. (Circuito Nacional de Firmes Especiales). Finalizada la guerra se pondría en marcha el denominado Plan Peña, aún más limitado que aquél y muy infradotado de presupuesto, con lo que el estado de la carretera en los años cuarenta del pasado siglo resultaba realmente deplorable en buena parte de su trazado, y lo seguiría siendo hasta bien entrados los años sesenta, cuando se produjeron las primeras mejoras del denominado Plan Redia. Por lo tanto, sin miedo a equivocarnos, bien podríamos decir que durante la posguerra la carretera de Madrid a Valencia era una carretera del tercer mundo.





Visto lo cual, lo que podían encontrarse en esta ruta los esforzados ciclistas participantes en las distintas ediciones del Gran Premio Cifesa no era muy halagüeño que digamos, aunque el estado de las demás carreteras españolas en las que estaban acostumbrados a competir no fuera mucho mejor. Baches y socavones abundantes, firmes deslizantes, curvas peligrosas sin peraltar, o mal peraltadas, grava, tierra y barro en la calzada, cuando la propia calzada no estaba constituida por estos elementos, profundas roderas causadas por el tránsito de camiones, ausencia frecuente de señalización vertical y horizontal…  Esto se traducía en constantes pinchazos, caídas, e incluso rotura de algunos elementos importantes de las bicicletas. La propia prensa se hacía eco de ello en sus crónicas de la carrera. Reproducimos textualmente algunos párrafos significativos de las mismas:
 

A partir de Motilla del Palancar la carretera se presentó en malísimas condiciones, prodigándose los accidentes. No obstante, continuaban todos con gran entusiasmo, sin que individualmente ni por equipos se produjera la lucha. El calor sofocante, otro de los diversos inconvenientes de la prueba, hizo abandonar a Delio Rodríguez, vencedor del Gran Premio Cifesa tres años consecutivos (…) La llegada (a la meta en Valencia) del grupo primero de ciclistas fue verdaderamente emocionante (…) todos en el mismo tiempo de trece horas, diez minutos y doce segundos. El esfuerzo realizado por este primer grupo hizo que se distanciaran los restantes corredores, que fueron llegando muy rezagados, pero basándose siempre en la característica de esta carrera, que ha sido la de los numerosos abandonos, a causa del fuerte calor, reduciendo los participantes en el momento de llegar a la meta a menos de la mitad.
 

Menudearon los pinchazos y algunos corredores llegaron a agotar los tubulares de repuesto como le aconteció a Vidaurreta. Pero todo resultaría pálido ante la gran proeza realizada por el madrileño Expósito, para quien cuantos elogios se prodiguen resultarán cortos. Imagínese el lector lo que supone marchar bajo un sol implacable, kilómetros y kilómetros con el manillar roto, sin posibilidad de arreglo, apoyándose sólo en una de las partes del guía y cubriendo así los 104 kilómetros para tener que abandonar finalmente la prueba en el 265, extenuado por el esfuerzo sobrehumano que hubo de realizar en solitario y con todo en contra. No se ha podido clasificar, pero el premio al pundonor deportivo se lo ha ganado con ese gesto de responder a la confianza que en él habían depositado aficionados y organizadores. Ni los minutos de diferencia que existían, ni la soledad de la carretera en una jornada agotadora, influyeron sobre el muchacho, y esto ya dice mucho a su favor. 



 

En aquellos días de carestías y penurias ni siquiera se contemplaba la posibilidad de cambiar de bicicleta en plena competición si esta se averiaba o se rompía. Cada ciclista tenía sólo una máquina. Su máquina. Y tampoco eran profesionales en exclusiva y a tiempo completo como pueden serlo en la actualidad. Más bien se les podía denominar obreros del pedal, que conservaban sus empleos menestrales para subsistir y los complementaban con la práctica del ciclismo mejor o peor remunerado en pruebas como la de Cifesa.  En la edición de 1944 el ganador absoluto de la carrera se embolsaba 3.000 pesetas (menos de 20 € actuales), pero se trataba de una cantidad relativamente apetecible para la época. Y había más premios (montaña, primas, consolación…), como puede observarse en la ilustración adjunta. Por lo demás, se trataba de un ciclismo rudimentario desarrollado a base de fuerza bruta, testosterona y grandes dosis de sufrimiento casi irracional, sin conocimientos de ergonomía, de aerodinámica, de túneles del viento, de ligereza de materiales, de medicina ni de alimentación deportiva, de fisioterapia, de sustancias estimulantes (legales o no), de ritmos cardíacos, de masajes musculares, de gimnasios… Simplemente el individuo se levantaba de madrugada, se desayunaba con un par de huevos fritos con chorizo y un vaso de vino tinto, se montaba en su pesada bicicleta (de hierro o de acero, ni hablar de aluminio ni de titanio) con las cámaras de repuesto colgadas al cuello, llegaba hasta el punto de salida, y con la propia salida del sol emprendía una inhumana carrera pedaleando durante trece o catorce horas seguidas (con tres breves descansos neutralizados) desde Madrid hasta Valencia a través de una carretera que muchas veces no era apta ni siquiera para las caballerías. Y si conseguía finalizar la prueba, ese era su mérito, esa era su gloria, ese era su honor deportivo que aplaudirían las multitudes pletóricas de entusiasmo congregadas en la línea de meta. Una heroicidad, sin la menor duda, pero así es como se entendían las gestas deportivas en aquellos años terribles.




Dejando aparte el mal estado de la carretera y la gran distancia a recorrer en bicicleta entre las dos ciudades, desde un punto de vista técnico la carrera no presentaba grandes dificultades orográficas para la práctica del ciclismo, siendo su perfil preferentemente llano y descendente desde los 650 metros de altitud de Madrid hasta el nivel del mar en Valencia. El único sector moderadamente accidentado del recorrido se encontraba en el Puerto de Contreras, en donde se estableció un muy pretencioso premio de la montaña, verdaderamente irrisorio, pues ese paso hoy en día apenas si habría merecido la consideración de tachuela en el argot ciclista. Sin embargo, parece ser que las Cuestas de Contreras, después de más de 250 kms. de recorrido llano a través de las provincias de Madrid y Cuenca, llegarían a convertirse en un rompepiernas para muchos de los participantes. Indudablemente, de haberse realizado la carrera en sentido inverso, desde Valencia a Madrid, la prueba habría resultado mucho más dura, al enfrentar de subida el Puerto de Buñol y las rampas más fuertes del de Contreras.
 

Un elemento añadido de gran sufrimiento para los corredores, por si no tenían bastante con los que llevamos descritos hasta el momento, era el terrible calor estival que se veían obligados a padecer al disputarse la prueba en el mes de julio. Las crónicas de prensa, como ya hemos visto anteriormente, todavía se sorprendían de ello, como si cupiese esperar otra cosa en esas fechas y en esas latitudes geográficas por las que discurría la carrera. De nuevo reproducimos textualmente:


El calor, enemigo de la carrera. Nada puede obstaculizar ni poner mayor número de entorpecimientos a una carrera como el intensísimo calor que hemos sufrido en las trece horas que transcurrieron desde la salida de Madrid hasta la llegada a la Alameda de Valencia. Todo el entusiasmo que demostraron los corredores al partir tuvo freno en los primeros kilómetros de la prueba, cuando se dieron cuenta de que el calor iría en aumento a medida que avanzase la mañana. Y el cálculo de los corredores resultó excesivamente corto ante lo que padecimos en esa interminable travesía de la provincia de Cuenca. (…) Pero no pasemos por alto el gran esfuerzo realizado por los organizadores de la carrera, el Club Deportivo Cifesa, que sin regatear sacrificios, ha dotado a España de una carrera de gran envergadura y resonancia. Julio Cueto, director de la prueba, ha dado impulso a esta obra magnífica, que hoy no ha tenido en la lucha el esplendor que todos deseábamos y esperábamos, por un factor con el que no se contaba: el calor excesivo.







Lo dicho, si no se contaba con que hiciera calor excesivo un 26 de julio (IV Edición de la prueba), es que periodistas, ciclistas y organizadores estaban mal informados y salían poco de casa. Probablemente, aunque las crónicas no hablan de ello, también hizo calor excesivo en la prueba del año anterior, 1943, pero como se refiere en el noticiario del NO-DO e ilustran las imágenes finales del reportaje, los ciclistas hubieron de sufrir, además, una violenta tormenta de granizo en los últimos kilómetros de la carrera, y no sabemos qué será peor.


 


Volvamos al citado noticiario del NO-DO, ya para finalizar. Las imágenes que nos deja de la carretera de Madrid a Valencia en la época son impagables, y por ello hemos seleccionado para ilustrar este reportaje los fotogramas más interesantes. Pero han transcurrido más de setenta años desde entonces y la fisonomía y el paisaje de esta ruta han cambiado tanto, que la totalidad de los lugares de paso, con la excepción del Puerto de Contreras (precisamente el único escenario que ha quedado suspendido en el tiempo desde que se abandonó), nos resultan absolutamente irreconocibles por más que nos esforcemos en atribuirles una localización precisa. No existe nada, o casi nada, que pueda parecernos vagamente familiar. Estamos hablando de una carretera y de un tiempo remoto que no nos pertenecen.