domingo, 25 de diciembre de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 20ª Entrega




Un relato de Route 1963



Tarancón era un importante población agrícola y núcleo estratégico de aprovisionamiento y de comunicaciones ferroviarias con la capital de la República, de la que distaba menos de noventa kilómetros. Viejos trenes de madera se alineaban sobre las vías de la estación a la espera de recibir la orden de proseguir su viaje hacia el interior de la Península o hacia Levante. Uno de ellos, procedente de Valencia, llegaría ese mismo 1 de agosto a Madrid transportando efectivos militares de refresco destinados a reforzar las guarniciones empleadas en la defensa de la ciudad ante la más que inminente ofensiva de las tropas fascistas sublevadas. Mientras nosotros escapábamos a toda prisa de la capital, soldados entusiastas embriagados de cánticos y de banderas entrarían en ella a bordo de uno de aquellos ruinosos trenes de vapor que circulaban a velocidades de tortuga. Lo supimos semanas o meses más tarde, pero siempre nos llamó la atención por cuanto tenía de coincidencia con nuestra huida.

En los primeros días de la guerra el ambiente popular que se respiraba en el país tenía más de festivo que de bélico, si nos atenemos a los hechos conocidos. Milicianos y paisanos voluntarios marchaban al frente por la mañana pobremente armados, cuando no desarmados por completo, en autobuses de línea y en autos particulares en los que regresaban por la noche a dormir a sus casas. Provistos de tarteras con tortillas de patata y de botas de vino en lugar de fusiles, parecía que acudieran alegremente a una romería en vez de hacerlo a los campos de batalla en los que iba a decidirse el futuro de la nación. Y meses más tarde, cuando el conflicto ya había alcanzado todo su sangriento desarrollo, si eventualmente entraban en contacto con el enemigo era demasiado probable que acordasen largas pausas en el combate para cambiar alimentos, café o cigarrillos con los contrarios, y una vez hechos los trueques pertinentes cada bando volvía a sus trincheras y se reanudaba la lucha. Pero es que incluso en los momentos más dramáticos de la historia los españoles siempre hemos sido incapaces de renunciar a nuestra peculiar idiosincrasia.

Pero nosotros, desde luego, no estábamos por tomarnos las cosas tan a la ligera. Era difícil saberlo, pero muy probablemente nuestra moto fuese la única Brough Superior SS 100 que circulaba por España en aquellos años, y por más que llevásemos falsificada su documentación y sus placas de matrícula seguía siendo un vehículo demasiado exclusivo y singular como para poder pasar desapercibido en ninguna huida, y menos aún si a quienes se la habíamos arrebatado por sorpresa apenas unas horas antes les daba por buscarla —por buscarnos— empujados por un súbito deseo de venganza que nosotros, si nos encontraban, no podríamos por menos que pagar con nuestra propia vida. Y es que no había que descartar en absoluto la posibilidad de que los milicianos anarquistas madrileños se hubiesen puesto en contacto telefónico con sus correligionarios de la provincia de Cuenca y de otras provincias leales limítrofes con Madrid ante la más mínima sospecha de que nosotros pretendiéramos escapar por carretera. Teniéndonos por genuinos fascistas como nos tenían, tal vez pensaran incluso que nuestra verdadera intención era cruzar las líneas enemigas para unirnos a los sublevados, en cuyo caso la carretera de Valencia, que se adentraba en un extenso territorio que había quedado en manos de la República, no parecía la ruta más adecuada para este propósito. Y si era buena esta suposición, por tanto, lo razonable es que nos buscasen por la carretera de la Coruña —una temeridad, porque nadie habría tratado de escapar por ella sabiendo de los violentos combates que se libraban en la sierra de Guadarrama—, por la de Irún o por la de Aragón, destinos ambos demasiado inciertos. Quizá después de todo no nos buscaban por ninguna parte, ocupados como estaban en Madrid en la persecución de otros fascistas acreditados o supuestos, y mis temores eran infundados.


Pero por desgracia no habrían de serlo, como pudimos comprobar enseguida, nada más entrar en Tarancón. La carretera general a Valencia, naturalmente, cruzaba el pueblo de un extremo a otro a través de una calzada de irregulares adoquines sobre los que la inglesita parecía dispuesta a desarmarse pieza por pieza en el momento más inesperado, y como no podía ser menos mis torturados riñones volvieron a sufrir toda suerte de golpes y sacudidas violentas que me hicieron poner el grito en el cielo. Mi hermano aflojó entonces la marcha, no para aliviar mis padecimientos, que no debían de ser muy diferentes de los suyos, sino porque la travesía de Tarancón presentaba demasiados obstáculos imprevistos que entorpecían la escasa circulación más allá de lo deseable. Enormes camiones con plataformas de madera cargadas de sacos y autobuses de línea que iban o venían de Levante estaban estacionados en mitad de la calle principal estorbando el tránsito. Había también algunos taxis, autos particulares y carros tirados por caballerías junto a las aceras, frente a los comercios y los almacenes de aceite y cereales. Dada su proximidad con Madrid, que ese mismo invierno iba a ser asediado por las tropas rebeldes, Tarancón estaba destinado a convertirse en el granero estratégico de la capital de la República. Sentados en los bordillos cuadrillas de jornaleros y peones desocupados fumaban al sol confundiéndose con los soldados de uniforme que llevaban el fusil colgado en bandolera y los milicianos descamisados con pistolas al cinto. Estos, al vernos pasar con la moto alzaban los puños cerrados y gritaban ¡salud! Nosotros devolvíamos el saludo con desgana, sin apretar apenas los puños, quizá sólo lo justo para solventar el trámite sin despertar sospechas. Pero mi hermano Juan, que a menudo parecía dotado de un sexto sentido del que yo probablemente carecía, no tardó en presentir el peligro en aquel ambiente en apariencia tranquilo.

Hay algo que no me gusta —me dijo volviendo la cabeza.

¿Qué es?

No lo sé, no lo sé, pero esto me huele a chamusquina. No puedo explicarlo, pero tengo un mal presentimiento.

¿Y qué podemos hacer? —le pregunté.

Nos queda poca gasolina, muy poca, pero vamos a pasar de largo. Creo que será lo mejor.

Bueno, tú sabrás.

Ojalá supiera.

Como si hubiera resultado premonitoria aquella angustiosa pesadilla que yo había tenido unas horas antes mientras dormía en el bosque de la Dehesa de la Villa, en la que veía caballos muertos y destripados y un perro enorme y brutal que daba saltos descomunales a nuestro alrededor hasta que me mordía en una pierna y nos caíamos de la moto, lo que sucedió a continuación me pareció un fiel trasunto de mi pesadilla, si bien es cierto que con sus elementos esenciales alterados, porque el que nos amenazaba ahora no era un perro furioso decidido a mordernos, sino un caballo encabritado que, presa de un repentino espanto, se había soltado del tiro del carruaje que le mantenía sujeto para venirse desbocado hasta el centro de la calle. Nos lo encontramos de bruces, alzado sobre sus patas traseras y relinchando rabioso mientras ejecutaba violentas cabriolas y sacudía coces al aire completamente fuera de sí. El sonido del motor de la Brough Superior, como era fácil suponer, no hizo sino espantar aún más al animal, que se nos vino encima sin remedio. Mi hermano frenó y consiguió hacer un quiebro, pero cuando estábamos a punto de salvarnos aquella pobre bestia reculó empujándonos con sus cuartos traseros y tirándonos contra la acera. Juan todavía fue capaz de guardar el equilibrio unos segundos hasta que la rueda delantera de la inglesita tropezó con el bordillo de la acera y salimos despedidos por encima del manillar. Me levanté del suelo completamente estupefacto. Aún llevaba la mochila colgada a la espalda. Recogí la gorra de pana, que había quedado tirada unos metros más allá. No era consternación lo que sentía, sino sorpresa y desconcierto. Y un dolor intenso en ambos brazos, como consecuencia del golpe. La caída resultó más aparatosa que grave. Vi a Juan arrastrándose desorientado sobre la acera, todavía incapaz de levantarse.

¿Estás bien? ¿Puedes levantarte? —le grité.

Creo que sí, no ha sido nada. ¡Maldito animal, ha podido matarnos!

Unos hombres tocados con sombreros de paja se nos acercaron y ayudaron a mi hermano a levantarse.

¿Se han hecho ustedes daño? —preguntó uno.

Esto se veía venir —dijo otro—, no pasa un día sin que se espante una caballería en este pueblo y en cualquier momento va a ocurrir un contradiós.

Si quieren ustedes que les vea un médico dos manzanas adelante tienen uno —nos informó un tercero—. Y si desean acaso denunciar al dueño del caballo, entonces...

No, muchas gracias —intervino Juan colocándose la gorra en la cabeza con un gesto de dolor—, está todo bien, no se preocupen.

Bueno, pues como ustedes quieran. Tengan ustedes buenos días.

Nuestra moto estaba caída junto al bordillo de la acera diez metros más atrás en mitad de un charco de gasolina y aceite y escoltada por un corrillo de curiosos, ancianos, mujeres y niños, en su mayoría.

Tenemos que salir pitando de aquí, antes de que vengan los milicianos o la Guardia Civil —dijo mi hermano torciendo el gesto.

¿Crees que arrancará?

No lo sé, pero más nos vale que arranque. Ayúdame, anda.

En cuanto nos vieron llegar, los curiosos se retiraron en silencio a una distancia más que prudente, pero sin disolver el corro. En aquella época y especialmente en los pueblos la ignorancia y la superstición popular todavía consideraba a las motos como unos artefactos ruidosos y diabólicos y a los motoristas que las conducían poco menos que como embajadores de Satanás en la tierra, y puede que nos les faltase razón, aunque en su descargo hubiera que admitir que la mayoría de aquellas gentes probablemente en su vida habían visto una motocicleta de cerca.

Tú tira de este lado, yo tiraré del otro —me indicó mi hermano.

Cuando tú me digas.

¡Una, dos, y tres! ¡Ahora!

La Brough Superior SS100 Alpine Grand Sport pesaba casi doscientos kilos. En una rápida inspección previa vimos que tenía varias abolladuras, el faro roto y el manillar ligeramente doblado. La levantamos al primer intento sin demasiada dificultad, pero fue entonces cuando nos dimos cuenta de lo magullados que habíamos quedado tras la caída. En un principio sólo parecían rasguños y contusiones de carácter leve, porque no queríamos ni pensar en daños mayores, como una fractura, y tampoco teníamos tiempo ni deseos de acudir ahora a un médico, pero fuese lo que fuese lo que no podíamos negar es que nos sentíamos en cuerpo y alma como si acabasen de apalearnos. Sacando fuerzas de flaqueza mi hermano Juan se aplicó enseguida con el pedal de arranque de la inglesita, una patada, dos patadas, tres patadas enérgicas, pero el motor permaneció mudo.

Se ha emborrachado —me informó—, hay que empujar.

¿Emborrachado? —pregunté con sorpresa casi infantil, pues no podía imaginar que las máquinas se embriagasen de alcohol, como los hombres.

¡Sí, coño, se dice así! El carburador está encharcado de gasolina. ¡Venga empuja, empuja con toda tu alma, hermanito!

No llegué a empujar ni mucho, ni poco, ni nada, la verdad, porque mi hermano enseguida cogió carrerilla y yo, incapaz de correr tan deprisa, perdí de inmediato el contacto con la moto para quedarme rezagado y sin aliento una decena de metros por detrás. Entonces Juan pegó un brinco y se encaramó sobre el asiento sólo un segundo antes de que el motor de la inglesita petardease y del tubo de escape empezara a manar un espeso humo blanquecino y envolvente como la niebla.

¡Vamos, sube, sube, rápido!

Me subí de cualquier manera y mi hermano reanudó la marcha. Estábamos pasando junto a las últimas casas de Tarancón cuando nos encontramos dos motos negras, negras como la muerte, que venían de frente con los faros encendidos. Los motoristas vestían casacas y correajes negros de cuero, también negros como la muerte, y llevaban los fusiles colocados a la funerala en un soporte sobre la barra derecha de la horquilla de la suspensión, es decir, con el cañón del arma apuntando hacia el suelo, como era la costumbre en las motocicletas militares y de las fuerzas de orden público de la época.


Viene la muerte a nuestro encuentro —dije con un hilo de voz.

No es exactamente la muerte quien viene a buscarnos —me corrigió Juan—, pero como si lo fuera. Son una patrulla de carabineros. ¡Agárrate bien!

Me dolían tanto los brazos y las manos que apenas si tenía fuerza ni sensibilidad en los dedos como para comprobar si me estaba agarrando bien o no, como me pedía mi hermano, pero en todo caso fue una precaución innecesaria, porque aunque él giró con decisión el puño del gas, el motor no respondió a esta solicitud y la inglesita, por el contrario, empezó a ratear y ahogarse hasta perder velocidad sin detenerse del todo.

¡Mierda, mierda, mierda! —exclamó Juan fuera de sí.

La patrulla motorizada de carabineros se detuvo unos metros antes de cruzarse con nosotros y nos hizo señas con las manos para que nos detuviéramos, pero Juan siguió retorciendo con desesperación el acelerador de la Brough Superior y yo tuve la sensación momentánea de que ganábamos algo de velocidad y escapábamos milagrosamente de aquellos hombres negros como la muerte. Cuando unos segundos después volví la cabeza para mirar, lo que vi fue la luz pálida de los faros de sus motocicletas que ya se nos echaban encima.




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