domingo, 5 de febrero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 25ª Entrega




Un relato de Route 1963



Nada más montarme en la cabina del camión y sentarme en su asiento corrido de tablas cubiertas de gutapercha, tan duro como una piedra, empecé a marearme. En aquel estrecho cubículo de lata, que temblaba como un flan por las trepidaciones del motor, la temperatura era tan elevada y sofocante como la de unos altos hornos, y olía a vino rancio, a sudor, a pies y a combustible mal quemado. El chófer se acomodó a mi derecha (el camión habría sido construido bajo patrones británicos), cerró su portezuela, que no tenía cristal en la ventanilla (la mía tampoco), se pasó los antebrazos por la frente para secarse el sudor, puso las manos sobre el volante gigantesco, que le rozaba en la tripa y estaba forrado con cartones y trapos viejos, quitó el freno de mano, movió hacia un lado la palanca de cambio, casi tan larga y pesada como las que se empleaban en los cambios de aguja ferroviarios, y pisó los toscos pedales de hierro de interminable recorrido, tanto como el que daban de sí sus piernas completamente estiradas. El camión empezó a moverse lentamente.

Hace mucho calor, sí —dijo el hombre al verme resoplar.

¿Cómo puedes trabajar así? —se me ocurrió preguntarle.

A ver, qué quieres, uno es un obrero. O trabajas así, o no trabajas. Pero te acabas acostumbrando, no te creas, y encima en invierno es aún más duro. Yo me consuelo pensando que en las fábricas y en el campo están peor.

Tal vez —reconocí—, pero de todas maneras esto es inhumano.

Más inhumano es no tener qué comer. Cuando triunfe nuestra revolución libertaria viviremos como príncipes. Habrá que seguir arrimando el hombro, eso sí, pero ya no será lo mismo. Nadie se enriquecerá con el sudor de los pobres. Si quieres agua, ahí tienes un botijo. Estará calentorra, pero es mejor que nada y quita la sed. A no ser que te apetezca más un trago de tinto de Valdepeñas, claro, que también llevo una bota.

La bota de vino, sucia y manoseada en exceso, se balanceaba de un lado a otro colgando de un gancho por encima del parabrisas. El botijo, en cambio, lo encontré a mis pies, y tampoco me causó mejor impresión, desportillado y lleno de manchas negras de grasa como estaba.

A lo mejor bebo luego, gracias.

Bebe cuando y cuanto gustes, compañero.

Tenía sed, desde luego, y hambre, y calor, y sentía un cansancio demoledor que hacía que se me cerrasen los ojos y se me aflojasen las piernas, pero mayor era la repugnancia que sentía ante la idea de tener que beber de aquella bota o de aquel botijo nauseabundos que con su mejor voluntad me ofrecía el chófer. Y por lo demás, la cabina del camión, maloliente, incómoda y ruidosa, sobre todo cuando subían las revoluciones del motor y las chapas empezaban a vibrar con una trepidación de mil demonios, era uno de los sitios más desagradables en los que yo hubiera estado nunca. Allí dentro uno podía quedarse sordo, enloquecer y asfixiarse (y seguramente las tres cosas, y por este orden) en cuestión de escasos minutos, de modo que no me atrevía a imaginar lo que tendría que ser el conducir aquel camión durante horas, acaso de sol a sol, con la incertidumbre angustiosa de no saber si se encontraría combustible o no y constantemente expuesto a la amenaza de ser asaltado por el camino. Pero como acababa de reconocer aquel hombre, ya curtido por tan dura profesión, a todo se acababa acostumbrando uno y siempre había cosas peores.

¿Hace un cigarro, compañero? —me preguntó de pronto, ofreciéndome una petaca de hule, y añadió—: Es buena picadura, ¿eh?, que conste.

Saqué papel, un puñado de tabaco, me lié un cigarrillo y lo encendí con un fósforo. Era regular tirando a malo. Le devolví la petaca y él se dispuso a liarse el suyo mientras sujetaba el volante con los codos. Rodábamos por una interminable recta de la carretera, entre desmontes y campos de labor, y el asfalto ya había desaparecido por completo para convertirse en una calzada de tierra pedregosa y seca que se deshacía bajo las ruedas del camión levantando una densa polvareda. En el rudimentario velocímetro de la cabina (una especie de caja redonda de hojalata oxidada, con una escala numerada de cero a ochenta) la aguja oscilaba nerviosa entre los treinta y los cuarenta kilómetros por hora en llano, pero cuando llegábamos a un repecho, por suave que fuese su desnivel, caía entre los diez y los veinte, y avanzábamos tan despacio que parecía que lo hiciésemos a paso de hombre. Tenía razón mi hermano, aquella manera de desplazarse era tan lenta y desesperante que no merecía la pena considerarla, ni para llegar hasta Albacete, ni para llegar a ningún sitio.
Cinco mil kilos de harina lastran mucho el camión, y esto es lo que pasa —me informó el chófer, como si acabase de adivinar mis pensamientos y buscase una disculpa—, pero cuando vuelvo de vacío hace los sesenta por hora con alegría, aunque eso sí, hay que tener cuidado, porque los frenos no siempre responden como uno quisiera.

En aquel desquiciado verano de 1936, con una mitad del país alzada en armas contra la otra mitad, nada o casi nada parecía responder a los deseos de nadie. Ni siquiera los camiones frenaban como es debido. Por eso marchábamos todos de vacío, con alegría insensata, al encuentro de la tragedia.

Pronto saldremos a la carretera de Alicante —me anunció el chófer—, y pasaremos por algún pueblo en donde quizá podáis conseguir gasolina. Yo os esperaré, entretanto. Tampoco tengo tanta prisa y no quiero dejaros tirados.

Se agradece, compañero. Pero el que manda es el jefe, y lo llevamos ahí detrás amarrado con una soga. El es quien toma las decisiones.

Asómate y pregúntale qué tal va.

Saqué medio cuerpo por la ventanilla y me asomé. Circulando en línea recta no podía verlo, porque la caja del camión me lo ocultaba, pero cuando tomamos la primera curva apareció un momento en mi campo visual envuelto en una nube negra de humo y de polvo haciendo extraños equilibrios sobre la moto, como un acróbata del circo, irreal y fantástico, y entonces le grité, no recuerdo qué, pero le grité, y él también me gritó, desgañitándose:

¡Maldito cabrón, dile que pare, que pare ahora mismo!

Me volví hacia el chófer.

Quiere que pares —le dije.

¿Qué ocurre?

No lo sé, pero párate enseguida. Algo malo le pasa.




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